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 * 18/08/2025
 * ¿La vejez atrapa?: la pérdida de decisión y los límites del cuidado
 * Irene Lebrusán Murillo
 * A menudo pensamos en la vejez como una etapa serena. Imaginamos una vida tranquila, rodeada de recuerdos y de afecto, donde por fin hay tiempo para una (o uno) misma. Pero cuando la escuchamos desde dentro —desde quienes la viven, desde quienes la habitan—, aparecen imágenes mucho más complejas. Tal vez se nos venga a la cabeza, a quienes aún no habitamos este espacio, las pérdidas emocionales, las pérdidas de los seres queridos, pero hablaré aquí de otro tipo de pérdida: la pérdida de control. Sobre el cuerpo, sobre los espacios, sobre las decisiones. Y eso duele más que la artrosis. La pérdida de control sobre la propia vida es la peor cárcel a la que nos pueden someter. Las relaciones emocionales (las que comienzan por el corazón, por las tripas, motivadas por el deseo de amar y de ser amada) a veces se convierten en esas pequeñas cárceles insoportables cuando el otro se empeña en quitarnos el control sobre nuestra vida, sobre la casa o el barrio en el que vivir, sobre qué desayunar, sobre cómo emplear el tiempo libre. A veces esas limitaciones no vienen del otro (qué pena no saber a veces huir a tiempo de esos carceleros) sino de las circunstancias que nos salen de dentro, que nos envuelven y de las que no podemos deshacernos.

La vejez no se presenta de golpe. Llega a veces a borbotones, pero generalmente nos llega avisándonos antes de pequeñas señales. Pueden ser más o menos sutiles, como una dificultad para subir la escalera. El miedo a caerse cuando el pavimento no es muy firme. La necesidad más o menos explicita (o explicitada por los demás, por sus buenas intenciones) de contratar a alguien para que haga la limpieza general o que limpie aquellos rincones en los que hemos dejado de reparar. La vejez puede ser también la primera vez que te dicen: “Mamá, ten cuidado”, dicho por quienes, hasta hace poco, tenías que cuidar tú. Y entonces empieza a pesar la edad. No como número, sino como un sistema de creencias mantenida por los demás (el otro) y que también sabemos que ha anidado en nuestro interior. Un poco una mezcla entre lo que los demás creen que puedes o no puedes hacer y lo que tú crees (o sabes) que has dejado de poder hacer.

“Claro, me considero mayor cuando me tengo que subir a un sitio a limpiar los cristales, ya no lo puedo hacer. Me mareo”, me contaba una entrevistada hace un tiempo ya, una mujer que entonces tenía 73 años. “Antes lo hacíamos entre los dos, pero ahora no podemos ninguno de los dos. Mi marido está más enfermo…”. Son retazos de conversaciones mantenidas en mi investigación que condensan varios elementos clave: la fragilidad, el apoyo mutuo que se debilita, el deseo de autonomía.

Entre mis entrevistadas se repetía con fuerza el deseo de seguir atendiéndose una misma, aunque sea con ayuda parcial, pero que sobre todo se enfocaba en la vivienda (reforzando, insistiré mucho, la importancia que el espacio físico que habitamos tiene). “Tengo que estar muy mal para tener mi casa muy mal. Porque a mí me gusta tenerla muy bien”, me decía otra mujer, de entonces 65 años. Revisando mis entrevistas, también destacaría la motivación de otra señora de 82 años para resistirse a delegar tareas en una persona contratada: “Yo prefiero hacerlo yo, porque si no me quedo como mi marido (en situación muy frágil). Si me empiezo a sentar, ya no me muevo”.

Vuelve a aparecer la importancia de la vivienda como un símbolo, además de un refugio. La casa no es solo un lugar donde se envejece: es donde se prueba (hacia los demás y hacia una misma, aunque en los hombres también aparecía este deseo, reflejado en otros aspectos, como me señalaba el abuelo de mi amigo Diego) que una todavía puede. Es un termómetro de las capacidades que tenemos y mantenemos. Y mantener estas capacidades —aunque a veces no lo hagamos tan a pleno rendimiento como creemos o deseamos— es un acto de resistencia. “¡Coño! Ayer tarde mismo estuve haciendo de fontanero y me ahorré de llamar al fontanero. La casa ésta la he apañado yo toa”, me decía hace un tiempo el abuelo de mi amigo, de entonces 82 años y ya fallecido. El gesto no es menor. Cada acción doméstica que se conserva es una afirmación del propio yo, de quienes fuimos, de quienes somos. De quienes seguimos siendo.

Pero hay momentos en que no se puede más. Cuando el cuerpo dice basta, o cuando el entorno ya no permite seguir como antes. Y ahí entra en juego el papel de la familia, especialmente de los hijos. Y con él, un cambio de poder tan profundo como poco nombrado.

Los roles se invierten. Quienes antes mandaban, ahora obedecen. Quienes antes decidían, ahora reciben instrucciones. Y aunque a veces lo hacen con gratitud, otras veces con resignación, no deja de haber algo incómodo en este giro de guión, a veces un poco tiránico. “Mi hija me dice que tengo que bajar los humos, que ya ha hablado con una amiga para meter mis muebles no sé dónde”(...) “No, no, yo mis muebles no los voy a meter en ningún sitio”. La vejez como necesidad impuesta de resistencia ante cosas nimias, el conflicto surgido e impuesto, el miedo a dejar de decidir dónde van los propios muebles.

Ciertas imposiciones pueden venir no del “castigo” sino de los buenos deseos. Así, el cuidado, cuando se impone sin preguntar, puede convertirse en una forma suave de tutela. Y la tutela, a cierta edad, duele. Recuerdo siempre el caso de otra mujer que me hablaba de un cambio de casa no motivada por el propio deseo sino del de su hijo, a quien a su vez motivaba el miedo y las buenas intenciones al haber cambiado el tejido el barrio y percibir él una sensación de inseguridad: “Me voy de aquí por no disgustarle más. Y ahora estoy pagando más, la casa es más pequeña, he tenido que tirar cosas…”. Al releer la trascripción de su entrevista no recuerdo ningún tipo de dramatismo, pero sí esa mezcla de tristeza y amor que atraviesa muchas relaciones familiares. Porque cuidar, incluso si es motivado por los mejores deseos, no debería implicar decidir por el otro.

En ciertas ocasiones las personas mayores acaban en casas que no eligieron, haciendo vida con horarios, normas o silencios impuestos. “No me han vuelto a llevar a mi casa”, me decía Isabel, de 89 años, cuando comenzó lo que se denominaría “vivienda rotativa” tras su viudez, viviendo un mes en la casa de cada uno de sus hijos. Para mí sí había algo devastador en esa frase (que ella pronunciaba como si tal cosa) por lo asumido: que su deseo ya no cuenta. Este es para mí uno de los mayores miedos de la vejez: dejar de elegir, de poder elegir. Claro que es un miedo que atraviesa en realidad el conjunto de mi vida. No poder elegir, no poder decidir sobre lo cotidiano (enmarcadas estas decisiones ya en la economía, el trabajo, la marcha de la sociedad) como miedo al paso de la vida. La entrada en la adultez era, cuando niña, imagen de la capacidad de decisión. Luego entra en conflicto con la realidad (el dinero, el tiempo, las obligaciones inevitables y las autoimpuestas) pero perderla de nuevo debido a las decisiones, necesidades o miedos ajenos me parece uno de esos escenarios terribles. Incluso si es motivada por los buenos deseos e intenciones de quienes nos rodean.
 
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 * 25/08/2025
 * ¿Moriremos de viejos o moriremos de calor?
 * Irene Lebrusán Murillo
 * https://cenie.eu/es/blogs/moriremos-de-viejos-o-moriremos-de-calor
El cambio climático y las temperaturas abrasadoras ya no son una amenaza futura apocalíptica ni un asunto de académicos lejanos geográficamente que analizan los polos y cómo se derrite el hábitat de osos y focas. El efecto del cambio climático es lo que sentimos en la piel cuando el asfalto arde, cuando ni el ventilador parece mover la densidad del aire porque las noches son tan calurosas que no nos dejan dormir y abrir la ventana parece conectarnos con el volcán en el que Frodo tiró el anillo único.

También es parte presente y continua de las conversaciones cotidianas, parte de nuestra queja diaria y cuando alguien dice “ya no hay primaveras” no nos resulta ya ni original. Vivimos además en casas que no se diseñaron para resistir ese calor y los barrios parecen retener el calor, así que salir de casa tampoco es una escapatoria. De hecho, no solo parece que lo retienen, sino que de facto lo hacen (la isla de calor). Este cambio y el calor que acompaña nos afecta a todos, pero no afecta a todas las personas por igual, porque como tantas veces ocurre con los grandes procesos sociales, golpea con más fuerza a quienes ya vivían en condiciones más frágiles. La vivienda, de nuevo, es uno de los filtros diferenciadores más potentes.

Entre quienes más sufren el calor se encuentran las personas mayores, las que conviven con alguna discapacidad (o varias) o las que atraviesan situaciones de vulnerabilidad social y económica. Algunas personas, en esta lotería de la vida, están en más de una de estas categorías a la vez. En el caso de la vejez no es solo una cuestión exclusivamente de biología, aunque es cierto que el cuerpo envejecido se adapta peor a los extremos, responde más lentamente al calor y acumula enfermedades que hacen más difícil afrontarlo. Tampoco es únicamente una cuestión de recursos materiales, aunque quien tiene aire acondicionado y una vivienda fresca lleva una ventaja enorme frente a quien vive en un cuarto piso sin aislamiento (como yo, mientras escribo esto, y eso que al menos cuento con agua fría en el frigorífico). Es sobre todo una combinación de factores que se entrecruzan: la edad, claro, pero sobre todo el estado de salud, los recursos económicos, la calidad de la vivienda en la que residimos, pero también el nivel y calidad de nuestras relaciones y apoyos sociales, la accesibilidad al transporte y a la información, incluso cómo se procesa esta. Todo ello, en sus diferentes grados y conjugaciones, multiplica la vulnerabilidad.

Una ola de calor puede ser un episodio molesto y agobiante para quien goza de buena salud, pero cuenta con ciertos recursos (más agua, menos actividad física y algo de sombra) para hacerle frente; para una persona mayor que vive sola en un piso mal aislado, con movilidad reducida o con dolores, con ingresos ajustados y sin posibilidad de, por ejemplo, tener aire acondicionado (en un contexto en el que las malas construcciones lo hacen imprescindible), el calor supera el grado de molestia para convertirse en una amenaza seria para la vida. Los datos nos recuerdan que las muertes atribuibles al calor en personas mayores han crecido de manera alarmante en las últimas dos décadas y que la tendencia es ascendente.

Al calor extremo y a los efectos sobre el cuerpo se suman otros efectos menos visibles, pero igualmente dañinos. La salud mental se resiente, y el malestar emocional encuentra terreno abonado cuando la incomodidad es constante, cuando la falta de sueño se acumula o cuando la sensación de encierro se prolonga durante días. Lo del aislamiento durante la pandemia parece que se nos ha olvidado, pero muchas personas mayores se enfrentan a esta situación (y al riesgo de la soledad impuesta) en su día a día. En contextos de temperaturas extremas el aislamiento y la imposibilidad de salir a dar un paseo se intensifica. La dificultad para salir a la calle, la limitación para participar en actividades cotidianas o el simple miedo a deshidratarse o sufrir un golpe de calor pueden llevar a pasar jornadas enteras encerradas, en soledad (de la no deseada, de la impuesta por lo externo), con todo lo que eso implica.

La ciudad, que tantas veces se presenta (o presentaba, empiezo a pensar) como espacio de oportunidades, se convierte en un horno que nos asfixia. Entra aquí el llamado efecto “isla de calor” al que hacía referencia, que hace que las ciudades concentren y amplifiquen las temperaturas; cuanto más gris nos parece una ciudad, más calor encierra. El hormigón es nuestro enemigo y las plazas de cemento lugares de tortura. En lugares como Madrid basta caminar un poco (lo que el cuerpo aguante) por sus calles para comprobar que no todas las zonas sufren el mismo calor ni con la misma intensidad. Los barrios con más vegetación, con parques cuidados y calles arboladas, logran mitigar en parte el impacto, mientras que en otros la ausencia de sombra convierte el verano en una carrera de resistencia. Podríamos hablar de la Puerta del Sol, pero para qué. En Madrid, como en tantas otras ciudades hay numerosas viviendas mal aisladas, edificios altos donde el calor se acumula en los pisos superiores, y barrios donde la precariedad urbana y un mal pensado mobiliario urbano (gris, de cemento, absorbiendo el calor) multiplica los riesgos y la incomodidad. No olvidemos que no todas las personas tienen la posibilidad de refugiarse unos días fuera, de huir de Madrid ciudad al norte en los días más invivibles de la ciudad; no todas las personas disponen de redes familiares que acompañen en estos días abrasadores o que nos inviten a pasar el calor en una casa más habitable. Cuánto echo yo de menos estos días de 40 grados tener esta posibilidad, al menos.

Si queremos ahondar aún más, añadamos la cuestión energética como capa extra de desigualdad. Adaptarse al calor requiere de recursos: ventiladores, aires acondicionados, frigoríficos funcionando a pleno rendimiento. Todo ello supone un gasto que no todos los bolsillos pueden asumir. La pobreza energética deja a muchas personas en la disyuntiva de elegir entre soportar el calor sin medios suficientes o reducir otros gastos esenciales. No es raro encontrar hogares que apenas ventilan para no gastar en climatización, incluso más allá del calor, cuando conviven con humedades y mohos que agravan enfermedades respiratorias y reumáticas. El cambio climático, en este sentido, no solo trae temperaturas extremas, sino que también destapa y agrava otras desigualdades habitacionales.

Si miramos más allá de los muros de las casas, descubrimos que la vulnerabilidad se extiende también a otros espacios destinados al habitar. Las residencias, los centros de día, los hospitales y hasta los transportes públicos deben adaptarse a un clima que ya no responde a los patrones del pasado. No obstante, muchas veces los protocolos no contemplan suficientemente las necesidades de las personas mayores (no hablemos ya de las personas con discapacidad) en situaciones de emergencia climática. Evacuar un edificio, encontrar un refugio temporal o simplemente acceder a información clara y accesible no son tareas menores cuando la movilidad está reducida, cuando los dispositivos electrónicos no se manejan con soltura o (imaginemos) cuando la información llega en un lenguaje poco accesible.

Frente a esta realidad, la pregunta que se impone es qué podemos hacer como sociedad. Y la respuesta no puede limitarse a recomendaciones individuales como beber más agua o evitar salir en las horas centrales del día. Se necesitan políticas urbanas que apuesten por más arbolado, sombra y fuentes de agua en los espacios públicos (por favor). Se requieren planes de emergencia inclusivos desde el punto de vista etario, que piensen en quienes no pueden evacuar por sí mismos o en quienes necesitan asistencia específica. Es imprescindible reforzar los servicios sociales y comunitarios para que nadie se vea obligado a enfrentar en soledad una ola de calor desde un piso mal aislado, recalentado. Resulta también urgente combatir la pobreza energética con medidas que aseguren que la adaptación al cambio climático no sea un privilegio reservado a quienes más tienen.

El cambio climático está alterando nuestras condiciones de vida, pero también nos está mostrando con claridad las grietas de nuestras sociedades. En su crudeza, nos señala dónde hemos fallado en garantizar derechos básicos como la vivienda digna, la energía asequible o la atención a la dependencia, que supera ciertas concepciones limitadas acerca de qué son los cuidados. La vejez en el siglo XXI no puede pensarse al margen del cambio climático. Si ganar años de vida ha sido uno de los mayores logros de nuestra sociedad, ahora el reto es que esos años se vivan con dignidad en un entorno seguro. De poco sirve hablar de longevidad si el calor extremo encierra, agota y amenaza la vida de las personas mayores. De poco sirve celebrar que viviremos más si no garantizamos que esos años adicionales no se convierten en tiempo de sufrimiento. Reconocer la necesidad de atender al impacto del cambio climático en la vejez es un ejercicio de responsabilidad colectiva.
 

Irene Lebrusán Murillo by MercedesJones



Irene Lebrusán es doctora en Sociología y autora del libro “La vivienda en la vejez” (CSIC). Es profesora en la Universidad Carlos III de Madrid, Senior Fellow en el Future Policy Lab e investigadora principal en CENIE, donde coordina investigaciones en torno a la búsqueda de un modelo que mejore la calidad de vida de las personas mayores. Sus líneas de investigación se centran en la vejez y el envejecimiento, la vulnerabilidad, los cuidados y sociología urbana, entre otras. Es coordinadora y autora del blog “Envejecer en Sociedad”. Ha sido investigadora posdoctoral en la Universidad de Harvard y analista en la Oficina Nacional de Prospectiva del Gobierno de España.


  • Esos viejos acaparadores-INVESTIGACIÓN · 05 Junio 2022
  • https://cenie.eu/es/blogs/envejecer-en-sociedad/esos-viejos-acaparadores

  • DERRIBANDO EL DIQUE DE LA MERITOCRACIA- Informe https://www.futurepolicylab.com/informes/derribando-el-dique-de-la-meritocracia/

  • Sobre el informe- El informe repasa y muestra evidencia de que gran parte de las desigualdades son el producto de nuestra suerte en tres loterías: la del origen socio familiar, la genética o natural y la del reconocimiento social de nuestras habilidades.
  • Doctora en Sociología por la Universidad Complutense de Madrid (España). https://agendapublica.elpais.com/noticias/autor/289/irene-lebrusan-murillo Su tesis sobre vulnerabilidad residencial recibió el primer premio de Economía Urbana 2017 del Ayuntamiento de Madrid. Estudia el derecho a la vivienda y la desigualdad residencial desde una perspectiva interdisciplinar, comparando la situación en Estados Unidos y Europa. Otras líneas de investigación se centran en la vejez, la vulnerabilidad, la infancia y las ciudades inteligentes. Es autora del libro 'La vivienda en la vejez: problemas y estrategias para envejecer en sociedad' y del blog 'Envejecer en sociedad'. Colabora con diferentes universidades de España, Estados Unidos y Uruguay.


https://cenie.eu/ Envejecer en Sociedad- Blog coordinado por Irene Lebrusán Murillo-


  • IRENE LEBRUSAN - 25/01/2023- https://www.eleconomista.es/opinion/noticias/12119702/01/23/La-sociedad-envejece-y.html

  • En 2013 Taro Aso, entonces Viceprimer ministro del gobierno de Japón dijo que las personas mayores debían "darse prisa y morir". El ex ministro de finanzas hacía alusión al envejecimiento de la pirámide demográfica y a la carga que suponían las personas mayores para el Estado. Sin llegar a los drásticos planteamientos del político japonés, el alargamiento de la vida es planteado como un desafío sin parangón en términos no solo económicos, sino sociales. Su contrapunto es la baja natalidad, a veces planteada en clave ligeramente apocalíptica.

  • En realidad, ni el tema ni el enfoque resultan novedosos: ya en 1896 en Francia Fernand Boverat presidió una alianza pronatalista. Francia estaba, decían, camino de la destrucción debido a su baja natalidad.
  • Lo cierto es que el aumento de la esperanza de vida, a pesar de planteamientos más o menos negativos, es el gran logro de nuestra sociedad. Vivimos más años, sí, pero es que además morimos menos a edades tempranas. Que en 1900 la esperanza de vida fuese de 30 años no significa que las personas muriesen a esta edad; es que era tan habitual morir antes de cumplir los 5 años que la media de años que se esperaba vivir era muy baja. Cierto es, no obstante, que alcanzar edades avanzadas era un lujo reservado a unos pocos. Hoy, la esperanza de vida en España es de 83 años y en 2069, nos dicen las proyecciones, la de las mujeres podría superar los 90 años.

  • No solo hemos ganado años al nacimiento; para quienes han cumplido ya los 65 años en España se calcula que aún tienen por delante, de media, otros 21,4 años (19,1 los varones y 23,5 las mujeres). Esta ganancia de años a edades avanzadas (que sería la verdadera novedad) nos permite, por un lado, redefinir la vejez, y por otro, hablar de la transición hacia la longevidad.

  • En el pasado, las transiciones demográficas dieron lugar a ganancias económicas, ya que una mayor proporción de trabajadores sanos y educados pudo impulsar la economía. ¿Podrá la transición hacia la longevidad repetir esta ganancia? Sobre esta cuestión están ahondando diferentes investigaciones en CENIE (Centro Internacional sobre el Envejecimiento), en la comprensión de que la transición hacia la longevidad no trata solo de llegar a edades más avanzadas, sino de envejecer bien, lo que requiere de un enfoque preventivo y con perspectiva de curso de vida. La longevidad saludable refiere la salud física, la mental, la financiera y la integración social a lo largo de toda la vida. En alguno de esos puntos, sabemos, tendríamos una calificación de "Necesita Mejorar".

  • Para ello, una de las claves será maximizar las oportunidades que surgen de dos características de las vidas más largas.
  • La primera es el hecho de que una vida más larga implica disponer de más tiempo en el futuro. Así de simple. Al respecto, y contradiciendo esta idea de que un día más (vivido) es un día menos (hacia nuestro final), Andrew J. Scott (profesor de la London School of Economics) señalaba en el I Congreso de Economía de la Longevidad (organizado por CENIE el pasado noviembre), que el hecho de que cada 10 años la expectativa de vida aumentase en 2 o 3 equivaldría a tener días de 32 horas. Es decir, cada día estaríamos ganando entre 6 y 8 horas más.

  • La segunda es reconocer la maleabilidad de la edad y la necesidad de reconceptualizar la vejez como etapa: la forma en que envejecemos no es determinista, sino que puede estar influida por una amplia gama de comportamientos, políticas y nuestro propio entorno. En este sentido, el enfoque estaría en cómo debemos mejorar estas cuestiones a lo largo del curso de vida para que no solo vivamos más años, sino que los vivamos bien: envejecer bien. La consecuente redefinición de la vejez pasa por comprender que las personas a edades avanzadas tienen (todavía) mucho que ofrecer y que compartir con el resto de la sociedad. Además, una cuestión clave sobre la que tal vez reflexionemos poco respecto a si envejecer es un problema: mucho peor es la alternativa.

  • La longevidad y el envejecimiento serán parte de los grandes retos del futuro, pero también serán parte de las oportunidades y, si nuestra sociedad juega bien sus cartas, también podrían ser las soluciones a muchos desafíos.
  • Respecto a si la vejez es una carga, recordaré las palabras de mi profesor de demografía: "todo el mundo habla del envejecimiento como si fuese un problema, pero nadie quiere que se muera su abuelo". Taro Aso, que cumplió 82 años hace unos meses, parece no tener ninguna prisa.


  • “Envejecer en Sociedad”
  • https://www.youtube.com/watch?v=whrnT2Dd3gk

  • DS: Revista Documentación Social | Conversamos con Irene Lebrusán sobre ciudades y espacios de vida
  • 28 nov 2023 Conversamos | Podcast de Documentación social | Cáritas Española
  • En este podcast reflexionamos sobre la importancia de pensar y diseñar nuestras ciudades y los espacios de vida, en particular desde la perspectiva de las personas más frágiles o vulnerables: por un lado, los niños, niñas y adolescentes, y por otro, las personas de edad avanzada o muy avanzada. Queremos aproximarnos a cómo el hábitat, el entorno, incluso espacios más privados, como la vivienda, determinan o influyen en la calidad vida, nos acogen desde las necesidades específicas de cada momento vital, o nos expulsan.
    • Irene, me nombra con el tema del Edadismo tanto para los mayores como para los jovenes. MercedesJones


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ES Buscar CENIE · 17 Junio 2022 ¿Tiene mi abuelo derecho a la ciudad? Por Irene Lebrusán Murillo

Hace poco fue el cumpleaños de mi abuelo y salimos a pasear por su barrio, que fue también el mío hasta que cumplí 17 años. Aunque sigo yendo de vez en cuando, la verdad es que cuando voy a verle no salimos a pasear, así que veo el barrio con mis ojos: los de la urgencia en la ciudad, los de la prisa, los de la rapidez que me permiten mis pies. Paso por las calles que me llevan desde el metro hasta su casa o la miro desde los ojos del coche si voy con mi padre. Me fijo en los espacios que me llevan a mis recuerdos y en cómo ha cambiado el color o los nombres de los comercios y cuáles han sido capaces de sobrevivir al paso del tiempo.

Durante este último paseo con mi abuelo me tocó verlo de otra forma. No con sus ojos, sino con los de alguien que no quiere que su abuelo se tropiece y se caiga. Sin duda, fue otra experiencia del mismo espacio. Ir a comprar a la farmacia me pareció un auténtico deporte de riesgo para un nonagenario. En ese momento, mientras me adaptaba al caminar lento de este señor de 94 añazos, me vino a la mente la idea (la necesidad) de escribir este post: ¿Tiene mi abuelo derecho a la ciudad?

Os voy a decir que no caminamos una gran distancia en el pequeño paseo, pero sí que fue difícil. Mi abuelo cada vez camina más despacio, sus pasos son más cortos y su conciencia espacial es muy diferente de cuando era más joven. Su sentido del equilibrio ha cambiado y responde con más lentitud al que va corriendo y pasa muy cerca, o al cambio de entramado de la calle. No necesita un bastón, ni un andador, pero depende mucho más del estado de conservación del pavimento, por ejemplo, para mantener el equilibrio y no caer.

En Palomeras (distrito puente de Vallecas), el barrio donde crecí, el pavimento parece ser el mismo que cuando tenía yo 14 años, independientemente de cómo se haya conservado en estos tiempos (spoiler: mal). Me enfadó, sinceramente, ver que los bancos fuesen los mismos en los que recuerdo jugar a las cartas, pero con grietas (eran de cemento, sin respaldo, incomodísimos para alguien que no tenga 14 años), muy mal conservados. Los árboles, más grandes con el paso del tiempo y a los que se agradece cierta protección del calor, habían levantado el pavimento y había que estar atento para no tropezar. En realidad, el problema no era tanto de los árboles como de los alcorques, que se han ido degradando y en los que es fácil tropezar. No dudo que fueran super novedosos en los 90, cuando se plantaron árboles con nombre de niño (aunque las placas de cerámica que recogen sus nombres dejaron de ser legibles hace tiempo), pero necesitan ser repensados, modificados. Reparados, sin ir más lejos.

Si os digo que esta avenida es de aceras anchas (aunque de pavimento destrozado) en la calle de mi abuelo no tenemos tanta suerte: las aceras son muy, muy estrechas, resultado de un diseño de los años 60 que ahora es difícil modificar sin destruir y volver a construir. Bueno, habría una forma de modificarlo si no fuese necesario recurrir a los bolardos, pero para eso tendríamos que colaborar todos y en eso, parece que no estamos por la labor (un momento, que ahora vamos sobre esto). En estas calles, estrechas, las aceras resultan inaccesibles. No solo para mi abuelo, sino para mí misma. Los jardincillos que hay entre portales están cuidados, pero no así las plantas “silvestres” que se han hecho paso entre los adoquines y que han crecido hasta conformar una pequeña selva urbana y rebelde.

El otro gran problema (y de aquí mi afirmación de que no estamos por la labor) es responsable de numerosos golpes en rodillas ajenas: los bolardos o pivotes que impiden que los coches aparquen. Si no fuesen necesarios, podríamos hacer una calzada única, sin alturas ni división entre acera y calzada. Pero si en esta calle tan estrecha ha sido necesario poner pivotes en las mini aceras es para que no los coches no invadan las aceras. Y aquí, la culpa no es de una administración que se olvida de algunos barrios y de algunos usuarios del espacio urbano, sino de todos y cada uno de nosotros cuando no nos parece mal aparcar subidos a la acera, cuando dificultamos el paso a personas con problemas de movilidad, a las que llevan un carrito, a los niños pequeños y a los vecinos más mayores.

El caso es que os puedo decir que fue un camino corto en distancia (lo celebramos en la churrería, comiendo chocolate con churros, que a mi abuelo le encanta) pero largo en el tiempo y…estresante. Fui en tensión todo el rato, siendo consciente también de cuánto le ha afectado a mi abuelo el salir menos a la calle y de cuántos peligros reviste un camino normal y corriente. Estresante, intentando evitar los tramos de calle más dañados, los tropiezos, las caídas en su barrio de toda la vida. ¿Tiene mi abuelo derecho a pasear por su barrio? ¿A ir solo a la farmacia, sin alguien que le coja del brazo para evitar un traspiés en un socavón que la administración no repara?

Aunque mi abuelo hace lo que le da la gana, le insistimos en que no se vaya solo lejos del barrio. En una de sus últimas aventuras (esas que te dice que no va a realizar, claro) tropezó con una acera en mal estado, se cayó y se hizo una herida. Mi padre se enfadó mucho: “¿Cómo se te ocurre ir solo?”. Y, entendiendo a mi padre, su preocupación y su enfado, ¿fue responsabilidad de mi abuelo por salir de su entorno conocido, ese que se supone que es más seguro pero que hemos visto que no lo es? El problema que veo aquí es que el hecho de que la ciudad no esté adaptada a personas con problemas de movilidad (aunque en el punto en el que él cayó, fácilmente podría haberlo hecho yo) no solo nos somete a riesgo, sino que finalmente nos impide usarlo como nos gustaría, paseando solos, por ejemplo. Sin espacios seguros estamos castigando a las personas mayores a quedarse en casa.

El contexto físico y espacial influencia a las personas a lo largo de todo el curso de vida y llega a determinar cómo envejecemos y cómo respondemos a las enfermedades, a la pérdida de funciones y otras formas de pérdida y adversidad que podemos experimentar en la vejez, pero también en otros periodos vitales en los que nuestra movilidad o nuestro equilibrio no es el mismo (una operación, una torcedura de tobillo). También nos afecta a la hora de poder ejercer cuidados y no nos permite usar algunas calles si llevamos, por ejemplo, un carrito de bebé. O una silla de ruedas. Para que la influencia del entorno sea positiva en la vejez (y en cualquier otro momento de la vida) es necesario que el espacio urbano sea capaz de dar respuesta a las necesidades cambiantes de las personas y no se convierta en un impedimento para su participación social.

La configuración del espacio urbano y su accesibilidad son clave para la resignificación en positivo de la vejez, pero también para que esta etapa se viva en salud. Si el espacio no permite una adaptación adecuada de la persona mayor, se convertirá en fuente de estrés. De alguna manera, todos negociamos a diario entre nuestras capacidades físicas y de movilidad y las condiciones del espacio. Cuando la negociación entre las características del espacio y nuestras propias necesidades y capacidades físicas resulta negativa, tendemos a desarrollar un menor apego al espacio (menor deseo de estar en él) o un apego ambivalente. Esto contribuye a un mayor aislamiento y produce un efecto muy negativo sobre el autoconcepto, pues nos sentiremos vencidos e incapaces, cuando en realidad es el espacio el que nos está expulsando de su uso. Si el esfuerzo de adaptación es excesivo para la persona, dejará de desear usar el espacio público, lo que limitará sus interacciones sociales. Esto disminuye el uso del espacio público por parte de las personas mayores (y tantas otras de todas las edades) lo que reducirá la cantidad y calidad de las interacciones en el espacio social de la ciudad, produciendo además una segregación etaria en el espacio urbano y agravando la discriminación por edad.

Además de las consecuencias negativas sobre su salud, si una persona no puede salir a la calle con normalidad, incrementará su propensión a sufrir soledad. Tendemos a asumir que la soledad es fruto exclusivo de los comportamientos y actitudes de una sociedad más individualista, cuando es el propio espacio urbano el que les está condenando a no poder salir a relacionarse a la calle. Somos sensibles con la soledad y sabemos que es un mal que hay que evitar, pero se nos olvida cuando aparcamos el coche “un poquito” subido en la acera para evitar aparcar más lejos o cuando pisamos “otro poquito” el paso de peatones, justo donde comienza la rampa de acceso, o cuando no nos damos cuenta de que el escalón de nuestra furgoneta ocupa la mitad de la acera. Nos quejábamos mucho de lo aislados que estábamos en la pandemia, cuando no podíamos bajar a la calle, pero se nos olvidan las personas que viven siempre así, aunque no estén amenazados por un virus o una pandemia.

No vale criticar a la sociedad individualista que permite la soledad de las personas mayores cuando, a la vez, estamos condenando a personas a permanecer en sus viviendas porque el espacio urbano no se adapta a sus necesidades. No vale decir que nos importan las personas mayores, que la soledad es un gran mal y después condenarlas a permanecer en sus casas porque no invertimos en el espacio público. No vale querer recortar las fuentes de ingresos que van dirigidas a mejorar lo que será de todos. Las calles, el espacio público, también necesita de los impuestos para adecuarse a las necesidades de todas las personas

Un entorno adecuado y que responde a las necesidades de la población es clave para el establecimiento de nexos sociales y para aprovechar el potencial de todas las personas que componen nuestra sociedad. Según esté configurado el espacio podremos (o no) darle un sentido diferente a nuestra forma de relacionarnos con el mundo exterior. Y según esté conservado (o no) podremos usar ese espacio (o no). Sobre el diseño urbano se habla algo más; sobre la conservación del espacio público (incluso del pavimento) o cuestiones similares creo que hablamos menos. Pues vamos a tener que darle un buen repaso, sin duda


  • https://noshacemosmayores.com/viviendas-para-las-personas-mayores/?fbclid=IwAR26qdRWiK77x2jWvx0rGT8N0x04jDhiFhCy14dPLO2EI6WC9GJvAoKwOZk

  • «Vivienda para Personas Mayores en España: Retos y Oportunidades según Irene Lebrusan»
  • En una reveladora entrevista exclusiva con la renombrada doctora en sociología, Irene Lebrusan, exploramos a fondo la situación de vulnerabilidad residencial que enfrentan las personas mayores en España. Desde su experiencia en Vallecas hasta sus estudios sobre la vivienda en la vejez, Lebrusan destaca las transformaciones significativas en el concepto de vejez, incidiendo en la necesidad de adaptar nuestras ciudades a las nuevas realidades de la longevidad.
  • Nuevos Roles y Oportunidades para Personas Mayores:
  • Lebrusan subraya la importancia de reconocer los nuevos roles y oportunidades para las personas mayores en la sociedad contemporánea, donde viven más tiempo y gozan de mejores condiciones de salud y económicas.
  • Opciones de Vivienda para Personas Mayores:
  • Exploramos las opciones de vivienda, como el «coliving», resaltando que estas decisiones a menudo son motivadas por factores económicos en lugar de preferencias personales.
  • Desafíos en el Diseño Urbano:
  • La entrevistada critica la falta de consideración en el diseño urbano, especialmente en la accesibilidad, destacando la necesidad de aprender de adaptar nuestras ciudades a las necesidades específicas de las personas mayores.
  • Visión a Largo Plazo y Accesibilidad:
  • Lebrusan señala la carencia de planificación a largo plazo en las decisiones políticas y destaca la insuficiencia actual en la accesibilidad urbana. A pesar de algunos avances, la lentitud del cambio y la falta de una visión comprensiva en el diseño urbano siguen siendo desafíos cruciales.
  • El «Traje Max» :
  • El «Traje Max», esta diseñado para sensibilizar sobre las limitaciones de movilidad, visión u oído que pueden tener las personas mayores, de esta manera, se propone su uso a diseñadores y arquitectos para poder comprender mejor la movilidad en diversos entornos urbanos.
  • Desafíos en Pueblos y Ciudades:
  • Se desmitifica la idea romántica de que los pueblos son mejores que las ciudades en términos de accesibilidad. Lebrusan destaca la importancia de abordar la intergeneracionalidad en el urbanismo para crear espacios inclusivos para todas las edades.
  • Advertencia sobre Soluciones «Mágicas»:
  • Se advierte sobre soluciones aparentemente mágicas, como la compra de viviendas ocupadas por personas mayores, que podrían afectar el derecho a la vivienda de la comunidad en general. Lebrusan aboga por la cautela en iniciativas que podrían tener consecuencias negativas a largo plazo.
  • «Vivir en Sociedad» – El Blog de Irene Lebrusan:
  • Concluimos destacando el blog de la entrevistada, «Vivir en Sociedad«, donde aborda diversos temas relacionados con la calidad de vida y cuestiones sociales, con un enfoque especial en el envejecimiento. Este blog se presenta como un recurso valioso para un público amplio, especialmente en Latinoamérica.


  • E80: ¿Estás lista para envejecer?, con Irene Lebrusán
  • https://omny.fm/shows/la-belleza-es-nuestra/e80-est-s-lista-para-envejecer-con-irene-lebrus-n

  • Cada vez vivimos más y la vejez ocupa una parte más importante de nuestra vida. Según los estudios, en España las mujeres llegaremos a los 90 años en el 2069. Pero, ¿estamos realmente preparados para envejecer? ¿Por qué rechazamos esta etapa de nuestra vida? Puede enfocarse como una pérdida o estar llena de nuevas experiencias positivas. Así nos lo explica Irene Lebrusán, doctora en sociología e investigadora del Centro Internacional de Envejecimiento. Estos son sus consejos para prepararnos para ese momento de nuestra vida.



  • JORNADA DE SINHOGARISMO ESPAÑA E IRLANDA
  • I JORNADA SOLUCIONES AL SINHOGARISMO | PROVIVIENDA Y HOGAR SÍ
  • https://www.youtube.com/watch?v=C8RJJl2kJUY

  • Erradicar el sinhogarismo y garantizar el acceso a una vivienda digna para todas las personas es una responsabilidad colectiva.
  • De manera conjunta, administraciones públicas del territorio español, organizaciones del tercer sector y profesionales que trabajan por los derechos de las personas reflexionaremos sobre las principales soluciones al sinhogarismo que estamos testeando en los proyectos de innovación social financiados por los fondos europeos Next Generation, a través del Ministerio de Derechos Sociales, Consumo y Agenda 2030.
  • Más información sobre los programas de innovación social que realizamos en la Alianza HOGAR SÍ y Provivienda:
  • El objetivo del programa Derechos a la vivienda es favorecer los procesos de desinstitucionalización de personas en situación de sinhogarismo, facilitando su incorporación a programas basados en vivienda y servicios integrados en la comunidad.
  • Por su parte, el objetivo de H4Y FUTURO es responder al desafío que supone el sinhogarismo juvenil a través del desarrollo de un proyecto piloto innovador que permita testar la aplicación de la metodología Housing First for Youth en nuestro país.
  • Ambos programas han alcanzado ya el ecuador de su ejecución, por lo que queremos compartir los resultados obtenidos hasta esta mitad del camino y seguir así explorando mejores soluciones, más efectivas, dignas y sostenibles, para acabar con el sinhogarismo.
  • Ver el esquema de la comunidad en el centro que compartió el expositor posterior al panel de Irene. Con muy buenas metáforas. https://www.youtube.com/watch?v=C8RJJl2kJUY



SEGUIR EXPLORANDO

  • Buscador: I Jornada Soluciones al Sinhogarismo


  • Martes, 21 de Mayo de 2024 | Teléfono: 986 438

IRENE LEBRUSÁN / DOCTORA EN SOCIOLOGÍA E INVESTIGADORA DEL CENTRO INTERNACIONAL SOBRE EL ENVEJECIMIENTO (CENIE)

Respuesta.- A veces confundimos socializar y sociabilizar, pero el primero es un término sociológico que se refiere al aprendizaje de normas. Tenemos una socialización primaria, que es la que se da en las primeras edades y, sobre todo, a través de la familia; después hay otra secundaria que se produce en la escuela y que, de alguna manera, nos prepara para trabajar. Es decir, a lo largo de nuestra vida, desde que nacemos, nos están preparando para tener unas determinadas funciones en la sociedad. ¿Qué sucede? Pues que esa socialización se ha centrado sobre todo en la etapa productiva, es decir, en la etapa laboral. No nos han preparado para lo que sucede cuando esta etapa se termina. Cuando llegamos a la jubilación, entramos en una especie de rol sin rol: nos hemos tirado 60 o 65 años con una estructuración de nuestra vida cotidiana marcada por esas fuerzas exteriores y, de pronto –y aquí es donde entra el edadismo–, nos dicen: ¿Y ahora que hacemos contigo? Lo que se ha denominado tradicionalmente como deseo o sentimiento de desvinculación, y que al principio se decía que era la propia persona la que quería desvincularse, en realidad es un marco social que nos está “invitando” –entre comillas, porque nadie nos obliga– a desvincularnos de determinadas cuestiones. Toda nuestra vida se estructura en cómo de útiles somos para el resto de la sociedad según el marco laboral; y la vejez, que nos une a todos, parece decirnos que ya no servimos. Así que la revolución asociada a la longevidad está en reivindicar y en demostrar que eso no es así.

Socializar y planificar para la vejez, el autoedadismo o la responsabilidad social de los cuidados son algunos de los temas que abordamos con la socióloga y experta en longevidad, Irene Lebrusán, la cual lamenta la visión utilitarista y centrada en el mercado laboral de nuestra sociedad, y aboga por promover espacios de encuentro entre las distintas generaciones

P.- Una de las grandes pérdidas es que hemos reducido las relaciones intergeneracionales. ¿Estamos aislando a los mayores?

R.- Sí, efectivamente, el edadismo provoca aislamiento y me sorprende que no haya una rebelión por parte de algunas estructuras de la sociedad, ya que esa rebelión solo parece venir del colectivo sénior. Si hablamos del mercado laboral, no deja de sorprender que una empresa pueda tener a una persona empleada durante 30 o 40 años siendo productiva y que, por una cuestión de calendario, digan: hasta aquí. ¿En qué momento se deja de ser productivo? ¿Hay alguna edad en la que dejas de serlo? Por otro lado, y en cuanto a la intergeneracionalidad, parece que asumimos que tenemos apetencias y deseos según nuestra edad, y eso no deja de ser absurdo. Puede que tus ideas sobre el mundo y sobre la vida, o tus necesidades, vayan cambiando con tu ciclo vital, pero eso no cambia la persona que eres. Es decir, confundimos edad con generación y, además, metemos en el mismo saco a todas las personas que tienen más de 65 años. La persona con más edad de España está en lo 114 años, ¿tiene mucho que ver una persona de 67 años y una de 110? No, porque dentro de esa supuesta generación de mayores a la que se hace referencia hay muchas generaciones distintas. También se habla mucho de que hay desacuerdos y enfrentamientos entre las distintas generaciones, y la realidad es que, cuando te pones a investigar, a preguntar a unos y a otros, y a trabajar con los diferentes grupos de edad, esos desacuerdos tan grandes no existen. El problema es que no tenemos espacios en los que poder generar relaciones. Cuando hablas, por ejemplo, con una mujer de 90 años para conocer el machismo que ha sufrido a lo largo de su vida, te das cuenta de que, como mujer, vas a encontrar puntos en común. Al final hay una serie de similitudes que no dependen de la edad, lo que pasa es que no estamos favoreciendo estos espacios de encuentro.

P.- Los prejuicios hacia la vejez no solo se proyectan hacia afuera, sino que también nos autolimitamos al alcanzar ciertas edades. ¿Somos edadistas con nosotros mismos?

R.- Yo hablo de autoedadismo. Cada grupo de edad tiene asociados unos comportamientos que socialmente consideramos legítimos y se produce una gran disonancia cognitiva cuando, por ejemplo, una persona llega a cierta edad y quiere vestir de una determinada manera que, precisamente por su edad, no está bien vista. Tenemos también muy asumido que estudiar, por ejemplo, es algo propio de la juventud, pero ¿por qué no iniciar una carrera con 45 años? En esa etapa, por supuesto, tienes otras obligaciones y necesidades, pero si pensamos en la esperanza de vida, con esa edad a un individuo todavía le queda la mitad de su vida por vivir. ¿Por qué no vas a estudiar otra carrera? o ¿por qué no vas a cambiar de ámbito laboral? Yo entrevisté para mí tesis doctoral y para mi libro a muchas personas mayores y me sorprendía cuando me decían cosas como que eran muy mayores para hacer obras en su vivienda. Yo les respondía que precisamente era en ese momento cuando tenía sentido, por ejemplo, cambiar una bañera por una ducha. De alguna manera, tenemos esas creencias limitantes y tendemos a pensar que, a determinadas edades, perdemos la capacidad de generar nuevo conocimiento y no es cierto.

P.- Tenemos una mayor esperanza de vida y con mejores condiciones de salud, económicas y sociales que nunca, pero ¿estamos preparados para envejecer? ¿Cómo podemos prepararnos para la vejez?

R.- Es la pregunta del millón [risas]. Creo que no estamos preparados para envejecer porque lo asociamos a cuestiones muy negativas. Tenemos sociedades cada vez más longevas, pero es verdad que este cambio se ha producido muy rápido. Por eso, porque es algo muy novedoso, quizá no nos estamos haciendo algunas reflexiones en torno a cómo es esta estructuración por edades de la sociedad. Antes no se esperaba llegar a la jubilación y tener otros 20 o 30 años por delante, es algo nuevo. Lo que reclamaría es una reapropiación de las palabras vejez o envejecimiento, o al menos una resignificación. Envejecer es algo muy positivo porque es lo contrario a morirse, así que bienvenido sea. No obstante, se empieza a ver un movimiento positivo sobre esta etapa, que asegura que las personas mayores tienen mucho que aportar. Los sénior, por ejemplo, son el colectivo que más voluntariado practica. Sin las personas mayores tampoco funcionarían las comunidades de vecinos o sus asociaciones vecinales, en las que hacen una labor donde no hay relevo generacional. Es decir, las personas mayores hacen una función muy útil y observan su espacio de la vejez como una etapa completamente plena. Por otro lado, y de cara a prepararnos para la vejez, habría que poner el foco en cómo nos apropiamos de nuestra etapa vital y cómo luchamos contra el autoedadismo –quitándonos primero los prejuicios y estereotipos de las diferentes edades–. Probablemente, todo empiece por relacionarnos más entre generaciones. La longevidad es algo que nos afecta desde que nacemos, vamos a vivir más y tenemos que prepararnos mejor para estas sociedades y vidas más longevas. Desde un punto de vista individual, tendríamos que cuidar más nuestras relaciones interpersonales y también la perspectiva con uno o una misma, del bienestar propio. Desde el punto de vista estructural, tendemos a idealizar mucho las sociedades pasadas, pero también tenemos algunas cuestiones positivas asociadas a las nuevas sociedades, por ejemplo, la mayoría de nuestras relaciones interpersonales son elegidas. ¿Nos divorciamos más? Esto tiene una connotación positiva, porque también significa que las personas no se quedan en una relación en la que son infelices. Tendríamos que hablar mucho más de qué significa esto de la longevidad y dejar de pensar que la vejez es una cuestión que solo compete únicamente a las personas mayores. También tenemos que favorecer la idea de comunidad, porque le prestamos poca atención a lo que significa relacionarnos y vivir en comunidad.

P.- Estamos en plena transformación del modelo de cuidados y, actualmente, de lo que se trata es de retrasar lo máximo posible la institucionalización. ¿Qué cuestiones clave cree necesarias para mejorar los cuidados?

R.- Hay personas que necesitan cuidados enormes a lo largo de toda su vida y hay otras personas –y la mayoría son mujeres– que cuidan también durante toda su vida. Remarco esto porque, a veces, parece como que solo hablamos de los cuidados a bebes de cero a tres años o de los cuidados a personas mayores, y lo cierto es que, entre medias, también cuidamos a otras personas. Cuando hablamos de cuidados también nos vienen a la cabeza las residencias de personas mayores y, sin embargo, solo el 4% de las personas mayores de 65 años están institucionalizadas. Esta cifra es importante para entender cuáles son las dimensiones reales. No obstante, es evidente que tenemos que revisar el modelo residencial, pero no solo por lo que ha ocurrido durante la pandemia, sino porque es un modelo que no funcionaba de antes y porque los cuidados están completamente desprestigiados, tanto desde el punto de vista de quien los recibe como de quien los realiza. Podríamos hablar de malas condiciones laborales, de desprecio social…, pero la verdad es que hemos convertido los cuidados en una situación de doble vulnerabilidad: la persona que cuida está en una posición vulnerable y, en muchos casos, precaria; y la persona cuidada no recibe los cuidados que merece. En un artículo, reflexioné alguna vez sobre si los cuidados eran una cuestión de amor, porque tendemos a pensar que es así. “Es que ya no queremos cuidar de la familia”, dicen algunas personas, y la realidad es que los familiares no tenemos la capacidad para realizar determinados cuidados. Algunas se ofenden cuando digo esto, pero tú puedes querer mucho a tu padre, madre o abuela, pero eso no significa que tengas los conocimientos adecuados para darle los cuidados que necesitan.

P.- En relación a los cuidados, como dice, la responsabilidad recae siempre en la familia, que parece tener la obligación de cuidar, norma no escrita que puede ser una losa pesada para muchas personas con familiares a su cargo. ¿Qué opina al respecto?

R.- Los cuidados deben ser una cuestión de Estado. Ahora se están haciendo muchos avances en torno a esa idea de la desinstitucionalización y de la atención centrada en las personas, pero debemos detenernos a pensar en qué significa la palabra ‘cuidado’. Todos, en algún momento, hemos necesitado cuidados o los vamos a necesitar y ,cuando eso suceda, quiero que esos cuidados los pueda proveer alguien con los conocimientos suficientes y que cuente con unas buenas condiciones laborales. La calidad de los cuidados ha descendido o es muy baja en algunas residencias porque prima el beneficio económico y eso es vergonzoso. No soy ajena a los problemas de financiación del sector, pero necesitamos más plazas públicas de centros de día, residencias y atención a domicilio. Una cuestión que me preocupa es la externalización de los servicios, porque a veces se paga desde lo público, pero la revisión y el control no se hace desde lo público. Igual que tenemos una prevención de riesgos laborales, debemos controlar también a las personas que ejercen los cuidados de manera profesional. No puede ser que las residencias privadas sean una especie de búnker frente al exterior. Esto es una cuestión de privación de los derechos básicos de las personas que viven ahí. No olvidemos que las residencias tienen un carácter híbrido: son espacios de trabajo para algunos, espacios de visita para otros, pero son espacios de habitar para las personas residentes. Mientras tanto, hay personas que lo consideran un espacio de negocio. Por último, también está la cuestión del servicio doméstico que, a pesar de los avances de los últimos tiempos, que han sido muchos y con reivindicaciones históricas, pasaron más de 30 años sin hacer cambios en su legislación. Tenemos que revisar cuáles son las funciones y condiciones del servicio doméstico, que es a quien recurren muchas personas que no pueden acceder a los servicios de atención a la dependencia.


  • La vivienda en la vejez: problemas y estrategias para envejecer en sociedad
  • http://libros.csic.es/product_info.php?products_id=1359

  • Irene Lebrusán Murillo- 2019
  • Colección: Politeya: Estudios de Política y Sociedad
  • Resumen:
  • La vivienda es un componente fundamental en la calidad de vida de las personas mayores y el principal instrumento para permitir el envejecimiento integrado en sociedad. El envejecimiento en la vivienda ofrece continuidad respecto al ciclo vital, construyendo así una concepción en positivo de la vejez, de modo que permite su vivencia como etapa de continuidad y no como ruptura. No obstante, este proceso integrador de la vejez a través de la vivienda quedará condicionado por las características residenciales. Esta investigación ahonda en la importancia del proceso de envejecer en la vivienda desde la dimensión del actor, analizando la vulnerabilidad residencial y su distribución entre los mayores, así como las estrategias llevadas a cabo para continuar la autonomía residencial. Mediante la aplicación de un indicador multidimensional se desvela una situación de fuerte desigualdad en España, con un número elevado de personas que registran problemas graves de habitabilidad en el interior de sus viviendas. Esta vulnerabilidad dificulta su permanencia y participación en la sociedad, apuntando además a un mal funcionamiento del sistema redistributivo y residencial. El análisis de caso sobre las respuestas ante estas situaciones señala que los hogares mayores llevan a cabo estrategias caracterizadas por una escasa eficacia en un contexto de recorte de recursos públicos y cambio de la dirección de la solidaridad familiar, dando lugar a la pervivencia de desigualdades. Estas situaciones de exclusión contrastadas no se presentan como producto de la vejez, sino como la culminación de trayectorias residenciales caracterizadas por la desigualdad. Puede afirmarse, por todo ello, que el sistema de bienestar no está dando respuesta a las necesidades residenciales no cubiertas en la vejez, siendo un impedimento para su integración social.
  • INDICE: file:///C:/Users/Dell/Downloads/book_1359_ind%20(1).pdf

  • Introducción file:///C:/Users/Dell/Downloads/book_1359_pre.pdf

  • La vejez se configura como un espacio vital en cierto modo desconocido, asociado tradicionalmente a cambios en negativo. En la actualidad, a pesar de definiciones

como la de Envejecimiento Activo (Organización Mundial de la Salud) y otras que revalorizan el contenido de esta etapa vital, continua predominando el argumento asociado a la pérdida y a los aspectos negativos, justificada para algunos autores debido a su estrecha relación con la muerte (Foucault, 1973; Gil Calvo, 2003). Esta asociación negativa sería resultado, entre otros factores, de la primacía de una sociedad orientada al mercado productivo y al planteamiento de la juventud como ideal, además de por estar la vejez desprovista de socialización y ser vista como fuente natural de vulnerabilidad física que limita la validez de las personas.



  • Envejecer en sociedad
  • 11/11/2024
  • ¿Somos capaces de responder a las necesidades de una sociedad envejecida?
  • Irene Lebrusán Murillo
  • https://cenie.eu/es/blogs/somos-capaces-de-responder-las-necesidades-de-una-sociedad-envejecida

  • Una de las preguntas que en ocasiones me plantean es si, como sociedad, estamos preparados para el aumento esperado de la proporción de las personas mayores en la sociedad (en 2050, 1 de cada 3 personas será mayor de 65 años en España) y el consecuente cambio demográfico (menos niños y niñas). Mi respuesta corta es que no. No, no estamos preparados, como sociedad, para este cambio. Sin duda, podríamos hablar de la propia dimensión personal (¿estamos preparados para nuestra propia vejez?) pero hoy me interesa centrarme en algunos aspectos de la estructura social, del sistema que nos rodea y nos da soporte, sin querer con ello ser exhaustiva, pero sí analizar algunas de las cuestiones que entiendo de mayor urgencia.

Sin plantearlo como un enumerado de culpas (porque tampoco creo que sea necesario, pues no nos resultaría útil) las instituciones no parecen estar listas para el denominado desafío demográfico. Podríamos resumir este desajuste señalando que la sociedad ha cambiado, tanto en su composición demográfica como en su funcionamiento, pero no así las instituciones públicas y administrativas, que se han quedado anquilosadas, estancadas y siguen pareciendo estar planificadas para una sociedad que ya no existe. Por sintetizarlo de otro modo, podríamos decir que las instituciones diseñadas en el siglo XX siguen organizando (o intentando dar respuestas a) las necesidades de los habitantes del siglo XXI. Esto no significa que no haya habido cambios de diferente magnitud. Uno, que el lector o lectora podría plantear sería el que concierne a la digitalización, por ejemplo. “Y los avances tecnológicos, ¿qué?”. Pues es verdad que hoy en día contamos con numerosos avances tecnológicos y que la digitalización parece imparable -a veces, incluso, en el sentido negativo- pero no significa que necesariamente se esté dando respuesta a las necesidades de esta población cambiante.

¿Por qué digo esto? Porque no todos los avances tecnológicos responden a una necesidad manifiesta o a un diagnóstico que así lo señale. Tampoco se realizan, tras las diferentes implementaciones tecnológicas, análisis de impacto (o procesos de estudio similares a los que se hace en la evaluación de políticas públicas) que nos permitan valorar si el cambio realmente mejora, por ejemplo, la calidad de vida de las personas usuarias. Esto hace que no nos estamos parando a investigar si esos desarrollos son: a) necesarios; b) responden adecuadamente al fin para el que estaban diseñados; c) pueden estar generando nuevos problemas (o desigualdades). Por ejemplo, es bastante posible que en ciertas esferas se están impulsando avances tecnológicos que a priori puedan parecer muy útiles, pero sin detenernos a preguntar si tal respuesta tecnológica es la más eficiente (y no solo la más económica) o si, en esta fiebre “digitalizadora” se están dejando de lado aspectos sociales y humanos que deberían ser prioritarios. Ojo aquí con la confusión entre lo económico y lo eficiente: puede que, para una empresa, poner un contestador automático (de esos que te piden señalar un numerito en la pantalla de tu móvil mientras hablas y que no resulta fácil para todo el mundo) sea más económico que tener teleoperadoras/es, pero no necesariamente resulta más eficiente. Además, genera nuevas desigualdades, por ejemplo, en el acceso al servicio; la usabilidad o la accesibilidad digital, en ocasiones ni está ni se la espera.

Más allá de lo digital y de sus posibles efectos no deseados, podríamos hablar de la ausencia de una planificación a largo plazo (por esa primacía cortoplacista, asociada a los ciclos políticos, pero también a la urgencia de la sociedad en la que nos toca vivir) orientada a esta población cambiante. En esta línea, notamos una clara preferencia por el enfoque más reactivo (o paliativo) antes que por el preventivo: respondemos ante los problemas, pero no los evitamos, incluso cuando “sospechamos” que se pueden producir. Sin poner ejemplos dolorosos recientes, optamos más por responder cuando las cosas han sucedido que por desarrollar mecanismos que puedan evitarlos. De hecho, resulta difícil justificar el gasto en prevención, incluso. Hemos ensalzado eso de “no poner la tirita antes que la herida” olvidándonos, con ello, de planificar.

Un ejemplo sería eso tan citado del “envejecimiento saludable”. No nos preocupamos de ello hasta que, ¡qué cosas! pasamos el umbral de la vejez (o lo hace una parte cada vez mayor de la población) y, de repente, el envejecimiento saludable es un problema de primer orden. Un enfoque preventivo tendría en cuenta de que estamos ante una cuestión de ciclo vital: para tener un buen envejecimiento también necesitamos prestar atención a la situación en la que vive la infancia. ¿Cómo van a tener buenos envejecimientos quienes no cuentan con recursos suficientes en las primeras etapas de su vida? Prepararnos para la vejez del futuro supone preocuparnos por la infancia.

En esta línea, por supuesto, no debiéramos olvidarnos de la falta de recursos (motivo por el que los impuestos son necesarios), pero tampoco del propio desconocimiento en torno al envejecimiento (qué es, qué significa, qué necesidades plantea) o de las necesidades de conocimiento y capacitación que, en las instituciones públicas, necesitamos para dar un servicio adecuado a una población que envejece. Nuevas necesidades, nuevos desafíos, nuevas oportunidades. Nos hemos centrado en factores que tratan la vejez como un problema a resolver en lugar de considerar las verdaderas demandas (presentes, potenciales y futuras) de las personas mayores.

En línea con lo anterior, los prejuicios sobre la vejez siguen pesando mucho y a estos no son inmunes las instituciones, ni los diseños de las políticas, con una clara ausencia de la dimensión intergeneracional como un eje vertebrador. No nos acordamos de lo importante que son las relaciones intergeneracionales hasta que no llega la semana europea de la intergeneracionalidad. Si analizásemos el marco comprensivo que motiva estas decisiones y diseños, pareciera que sigamos atrapados en la imagen de la vejez de hace más de cuarenta años o cincuenta años, en la que, se entendía -siendo verdad o no-, envejecer significaba automáticamente entrar en una etapa de debilidad o fragilidad.

Resulta paradójica esta “no actualización” en el imaginario de lo que significa e implica la vejez (ser viejo, vieja, mayor), porque hemos aceptado los cambios en otras etapas de la vida, pero no así en la vejez. La juventud es más larga; la infancia es una etapa con una importancia en el ciclo vital y en la sociedad que (con todo lo que aún queda por trabajar) nunca tuvo hasta este momento. Sin embargo, seguimos, como sociedad, atados a una visión anticuada y negativa de la vejez. Desde esta perspectiva, sin una formación específica y la necesaria visión más amplia (y más real) desde las instituciones hacia los nuevos procesos de envejecimiento y hacia la nueva realidad social de la vejez, no seremos capaces de diseñar un sistema adecuado que permita un envejecimiento integrado y de calidad. Seguiremos dando respuesta a necesidades que dejaron de ser reales, pues diseñamos intervenciones que responden a necesidades de vejeces y formas de envejecer que ya no existen o que han dejado de ser mayoritarias y representativas. Sin un buen diagnóstico, sin un análisis certero de la vejez con una perspectiva de ciclo vital (no olvidemos; la vejez es también la etapa en la que eclosionan las desigualdades, realidad que debiera enfatizar el abordaje preventivo en etapas más tempranas) no podremos estar, como sociedad, preparados para una realidad más envejecida sin asumir que por ello seamos menos resilientes, por ejemplo, ante los cambios sociales.

Uno de los déficits fundamentales en esta no actualización del diseño del sistema (sí, así de amplio) es la negación (y anulación) de la agencia de las personas mayores. No se les pregunta, no se les incluye (apenas escasos planteamientos consultivos a partir de una representación derivada) y, por lo tanto, no se les deja ser parte de los procesos. Con estos materiales (poco adecuados, poco resistentes ante una realidad cambiante) y sin instrumentos actualizados, el futuro puede ser un tanto oscuro, reforzando la brecha relacional entre generaciones, obligando a “adaptarse o morir” en su sentido más literal a aquellas personas que no puedan seguir el ritmo. Esta es la conformación de una sociedad más desigual que no responderá a las necesidades de personas de ninguna edad.



CIENCIA Y POLÍTICA EN ESPAÑA. LA VALORACIÓN DE LA CIENCIA EN LA ELABORACIÓN DE LAS POLÍTICAS PÚBLICAS.

  • El Gobierno incorpora a 22 asesores científicos para reforzar el diseño de políticas públicas
  • Actividad del presidente - 3.12.2024
  • https://www.lamoncloa.gob.es/presidente/actividades/paginas/2024/031224-sanchez-encuentro-onac.aspx

  • El jefe del Ejecutivo, Pedro Sánchez, ha destacado que, con esta iniciativa, España busca elevar y consolidar el papel de la ciencia en las labores gubernamentales y situarse en la vanguardia internacional de esta práctica.
  • El presidente del Gobierno se ha reunido hoy con los 22 asesores científicos que se incorporarán a los ministerios para reforzar los puentes entre el Ejecutivo y la comunidad científica y contribuir así a la mejora del diseño de las políticas públicas.
  • Estos 22 asesores han sido elegidos entre 1.601 candidatos en un proceso transparente y objetivo basado en méritos que ha sido codiseñado y coimplementado por la comunidad científica, representada por más de 100 profesionales de la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas (CRUE), la Confederación de Sociedades Científicas de España (COSCE), el Instituto España, la Federación de las Asociaciones Científico Médicas Españolas (FACME), y la red SOMMa, que reúne a 68 Centros de Excelencia Severo Ochoa y Unidades de Excelencia María de Maeztu.
  • Es la primera vez en la historia que se desarrolla y emplea un método de selección de este tipo para incorporar perfiles a la Administración General del Estado.
  • El presidente del Gobierno ha destacado la importancia de amplificar el papel de la ciencia en los procesos de gestión pública y ha destacado el papel esencial que ha jugado la comunidad científica en la selección de los asesores. Con esta iniciativa, España busca elevar y consolidar el papel de la ciencia en las labores gubernamentales y situarse en la vanguardia internacional de esta práctica.
  • Los 22 científicos seleccionados cuentan con un sólido bagaje académico en diversas disciplinas académicas (ciencias sociales, economía, derecho, bioquímica, ingeniería, ciencias del comportamiento y matemáticas) y, en muchos casos, una dilatada experiencia en labores de asesoramiento, tanto a instituciones nacionales como internacionales. Hay 12 mujeres y 10 hombres, con una media de edad de 47 años, con perfiles que combinan trayectorias consolidadas y emergentes (la mitad tiene entre 35 y 45 años, y 9 superan los 50). En términos profesionales, 5 son catedráticos de universidad, 8 profesores titulares o científicos titulares de organismos públicos de investigación o equivalentes, 5 contratados laborales en universidades o centros de investigación, 2 son asesores científicos en la Comisión Europea y 2 en organismos nacionales. La diversidad geográfica también es notable: 8 proceden de Madrid, 7 de Andalucía, 3 de la Comunitat Valenciana, 2 de Cataluña, y 1 de Aragón y Galicia.
  • El trabajo de estos asesores se centrará en crear nuevos vínculos y espacios de colaboración entre el Gobierno y las universidades y centros de investigación, en que el conocimiento científico ayude a diseñar mejores políticas y tomar más decisiones basadas en la evidencia empírica. Los asesores también contribuirán al desarrollo de herramientas, protocolos y códigos éticos para crear una cultura del asesoramiento científico en las instituciones.
  • La red de asesores estará coordinada por la Oficina Nacional de Asesoramiento Científico (ONAC) de la Presidencia del Gobierno, y trabajará en estrecha colaboración con la red de expertos del CSIC, la Comisión Europea y otras redes científicas internacionales.


LA VALORACIÓN DE LAS PERSONAS JOVENES EN LA ACADEMIA DE CIENCIA


  • 18/08/2025
  • ¿La vejez atrapa?: la pérdida de decisión y los límites del cuidado
  • Irene Lebrusán Murillo
  • A menudo pensamos en la vejez como una etapa serena. Imaginamos una vida tranquila, rodeada de recuerdos y de afecto, donde por fin hay tiempo para una (o uno) misma. Pero cuando la escuchamos desde dentro —desde quienes la viven, desde quienes la habitan—, aparecen imágenes mucho más complejas. Tal vez se nos venga a la cabeza, a quienes aún no habitamos este espacio, las pérdidas emocionales, las pérdidas de los seres queridos, pero hablaré aquí de otro tipo de pérdida: la pérdida de control. Sobre el cuerpo, sobre los espacios, sobre las decisiones. Y eso duele más que la artrosis. La pérdida de control sobre la propia vida es la peor cárcel a la que nos pueden someter. Las relaciones emocionales (las que comienzan por el corazón, por las tripas, motivadas por el deseo de amar y de ser amada) a veces se convierten en esas pequeñas cárceles insoportables cuando el otro se empeña en quitarnos el control sobre nuestra vida, sobre la casa o el barrio en el que vivir, sobre qué desayunar, sobre cómo emplear el tiempo libre. A veces esas limitaciones no vienen del otro (qué pena no saber a veces huir a tiempo de esos carceleros) sino de las circunstancias que nos salen de dentro, que nos envuelven y de las que no podemos deshacernos.

La vejez no se presenta de golpe. Llega a veces a borbotones, pero generalmente nos llega avisándonos antes de pequeñas señales. Pueden ser más o menos sutiles, como una dificultad para subir la escalera. El miedo a caerse cuando el pavimento no es muy firme. La necesidad más o menos explicita (o explicitada por los demás, por sus buenas intenciones) de contratar a alguien para que haga la limpieza general o que limpie aquellos rincones en los que hemos dejado de reparar. La vejez puede ser también la primera vez que te dicen: “Mamá, ten cuidado”, dicho por quienes, hasta hace poco, tenías que cuidar tú. Y entonces empieza a pesar la edad. No como número, sino como un sistema de creencias mantenida por los demás (el otro) y que también sabemos que ha anidado en nuestro interior. Un poco una mezcla entre lo que los demás creen que puedes o no puedes hacer y lo que tú crees (o sabes) que has dejado de poder hacer.

“Claro, me considero mayor cuando me tengo que subir a un sitio a limpiar los cristales, ya no lo puedo hacer. Me mareo”, me contaba una entrevistada hace un tiempo ya, una mujer que entonces tenía 73 años. “Antes lo hacíamos entre los dos, pero ahora no podemos ninguno de los dos. Mi marido está más enfermo…”. Son retazos de conversaciones mantenidas en mi investigación que condensan varios elementos clave: la fragilidad, el apoyo mutuo que se debilita, el deseo de autonomía.

Entre mis entrevistadas se repetía con fuerza el deseo de seguir atendiéndose una misma, aunque sea con ayuda parcial, pero que sobre todo se enfocaba en la vivienda (reforzando, insistiré mucho, la importancia que el espacio físico que habitamos tiene). “Tengo que estar muy mal para tener mi casa muy mal. Porque a mí me gusta tenerla muy bien”, me decía otra mujer, de entonces 65 años. Revisando mis entrevistas, también destacaría la motivación de otra señora de 82 años para resistirse a delegar tareas en una persona contratada: “Yo prefiero hacerlo yo, porque si no me quedo como mi marido (en situación muy frágil). Si me empiezo a sentar, ya no me muevo”.

Vuelve a aparecer la importancia de la vivienda como un símbolo, además de un refugio. La casa no es solo un lugar donde se envejece: es donde se prueba (hacia los demás y hacia una misma, aunque en los hombres también aparecía este deseo, reflejado en otros aspectos, como me señalaba el abuelo de mi amigo Diego) que una todavía puede. Es un termómetro de las capacidades que tenemos y mantenemos. Y mantener estas capacidades —aunque a veces no lo hagamos tan a pleno rendimiento como creemos o deseamos— es un acto de resistencia. “¡Coño! Ayer tarde mismo estuve haciendo de fontanero y me ahorré de llamar al fontanero. La casa ésta la he apañado yo toa”, me decía hace un tiempo el abuelo de mi amigo, de entonces 82 años y ya fallecido. El gesto no es menor. Cada acción doméstica que se conserva es una afirmación del propio yo, de quienes fuimos, de quienes somos. De quienes seguimos siendo.

Pero hay momentos en que no se puede más. Cuando el cuerpo dice basta, o cuando el entorno ya no permite seguir como antes. Y ahí entra en juego el papel de la familia, especialmente de los hijos. Y con él, un cambio de poder tan profundo como poco nombrado.

Los roles se invierten. Quienes antes mandaban, ahora obedecen. Quienes antes decidían, ahora reciben instrucciones. Y aunque a veces lo hacen con gratitud, otras veces con resignación, no deja de haber algo incómodo en este giro de guión, a veces un poco tiránico. “Mi hija me dice que tengo que bajar los humos, que ya ha hablado con una amiga para meter mis muebles no sé dónde”(...) “No, no, yo mis muebles no los voy a meter en ningún sitio”. La vejez como necesidad impuesta de resistencia ante cosas nimias, el conflicto surgido e impuesto, el miedo a dejar de decidir dónde van los propios muebles.

Ciertas imposiciones pueden venir no del “castigo” sino de los buenos deseos. Así, el cuidado, cuando se impone sin preguntar, puede convertirse en una forma suave de tutela. Y la tutela, a cierta edad, duele. Recuerdo siempre el caso de otra mujer que me hablaba de un cambio de casa no motivada por el propio deseo sino del de su hijo, a quien a su vez motivaba el miedo y las buenas intenciones al haber cambiado el tejido el barrio y percibir él una sensación de inseguridad: “Me voy de aquí por no disgustarle más. Y ahora estoy pagando más, la casa es más pequeña, he tenido que tirar cosas…”. Al releer la trascripción de su entrevista no recuerdo ningún tipo de dramatismo, pero sí esa mezcla de tristeza y amor que atraviesa muchas relaciones familiares. Porque cuidar, incluso si es motivado por los mejores deseos, no debería implicar decidir por el otro.

En ciertas ocasiones las personas mayores acaban en casas que no eligieron, haciendo vida con horarios, normas o silencios impuestos. “No me han vuelto a llevar a mi casa”, me decía Isabel, de 89 años, cuando comenzó lo que se denominaría “vivienda rotativa” tras su viudez, viviendo un mes en la casa de cada uno de sus hijos. Para mí sí había algo devastador en esa frase (que ella pronunciaba como si tal cosa) por lo asumido: que su deseo ya no cuenta. Este es para mí uno de los mayores miedos de la vejez: dejar de elegir, de poder elegir. Claro que es un miedo que atraviesa en realidad el conjunto de mi vida. No poder elegir, no poder decidir sobre lo cotidiano (enmarcadas estas decisiones ya en la economía, el trabajo, la marcha de la sociedad) como miedo al paso de la vida. La entrada en la adultez era, cuando niña, imagen de la capacidad de decisión. Luego entra en conflicto con la realidad (el dinero, el tiempo, las obligaciones inevitables y las autoimpuestas) pero perderla de nuevo debido a las decisiones, necesidades o miedos ajenos me parece uno de esos escenarios terribles. Incluso si es motivada por los buenos deseos e intenciones de quienes nos rodean.


El cambio climático y las temperaturas abrasadoras ya no son una amenaza futura apocalíptica ni un asunto de académicos lejanos geográficamente que analizan los polos y cómo se derrite el hábitat de osos y focas. El efecto del cambio climático es lo que sentimos en la piel cuando el asfalto arde, cuando ni el ventilador parece mover la densidad del aire porque las noches son tan calurosas que no nos dejan dormir y abrir la ventana parece conectarnos con el volcán en el que Frodo tiró el anillo único.

También es parte presente y continua de las conversaciones cotidianas, parte de nuestra queja diaria y cuando alguien dice “ya no hay primaveras” no nos resulta ya ni original. Vivimos además en casas que no se diseñaron para resistir ese calor y los barrios parecen retener el calor, así que salir de casa tampoco es una escapatoria. De hecho, no solo parece que lo retienen, sino que de facto lo hacen (la isla de calor). Este cambio y el calor que acompaña nos afecta a todos, pero no afecta a todas las personas por igual, porque como tantas veces ocurre con los grandes procesos sociales, golpea con más fuerza a quienes ya vivían en condiciones más frágiles. La vivienda, de nuevo, es uno de los filtros diferenciadores más potentes.

Entre quienes más sufren el calor se encuentran las personas mayores, las que conviven con alguna discapacidad (o varias) o las que atraviesan situaciones de vulnerabilidad social y económica. Algunas personas, en esta lotería de la vida, están en más de una de estas categorías a la vez. En el caso de la vejez no es solo una cuestión exclusivamente de biología, aunque es cierto que el cuerpo envejecido se adapta peor a los extremos, responde más lentamente al calor y acumula enfermedades que hacen más difícil afrontarlo. Tampoco es únicamente una cuestión de recursos materiales, aunque quien tiene aire acondicionado y una vivienda fresca lleva una ventaja enorme frente a quien vive en un cuarto piso sin aislamiento (como yo, mientras escribo esto, y eso que al menos cuento con agua fría en el frigorífico). Es sobre todo una combinación de factores que se entrecruzan: la edad, claro, pero sobre todo el estado de salud, los recursos económicos, la calidad de la vivienda en la que residimos, pero también el nivel y calidad de nuestras relaciones y apoyos sociales, la accesibilidad al transporte y a la información, incluso cómo se procesa esta. Todo ello, en sus diferentes grados y conjugaciones, multiplica la vulnerabilidad.

Una ola de calor puede ser un episodio molesto y agobiante para quien goza de buena salud, pero cuenta con ciertos recursos (más agua, menos actividad física y algo de sombra) para hacerle frente; para una persona mayor que vive sola en un piso mal aislado, con movilidad reducida o con dolores, con ingresos ajustados y sin posibilidad de, por ejemplo, tener aire acondicionado (en un contexto en el que las malas construcciones lo hacen imprescindible), el calor supera el grado de molestia para convertirse en una amenaza seria para la vida. Los datos nos recuerdan que las muertes atribuibles al calor en personas mayores han crecido de manera alarmante en las últimas dos décadas y que la tendencia es ascendente.

Al calor extremo y a los efectos sobre el cuerpo se suman otros efectos menos visibles, pero igualmente dañinos. La salud mental se resiente, y el malestar emocional encuentra terreno abonado cuando la incomodidad es constante, cuando la falta de sueño se acumula o cuando la sensación de encierro se prolonga durante días. Lo del aislamiento durante la pandemia parece que se nos ha olvidado, pero muchas personas mayores se enfrentan a esta situación (y al riesgo de la soledad impuesta) en su día a día. En contextos de temperaturas extremas el aislamiento y la imposibilidad de salir a dar un paseo se intensifica. La dificultad para salir a la calle, la limitación para participar en actividades cotidianas o el simple miedo a deshidratarse o sufrir un golpe de calor pueden llevar a pasar jornadas enteras encerradas, en soledad (de la no deseada, de la impuesta por lo externo), con todo lo que eso implica.

La ciudad, que tantas veces se presenta (o presentaba, empiezo a pensar) como espacio de oportunidades, se convierte en un horno que nos asfixia. Entra aquí el llamado efecto “isla de calor” al que hacía referencia, que hace que las ciudades concentren y amplifiquen las temperaturas; cuanto más gris nos parece una ciudad, más calor encierra. El hormigón es nuestro enemigo y las plazas de cemento lugares de tortura. En lugares como Madrid basta caminar un poco (lo que el cuerpo aguante) por sus calles para comprobar que no todas las zonas sufren el mismo calor ni con la misma intensidad. Los barrios con más vegetación, con parques cuidados y calles arboladas, logran mitigar en parte el impacto, mientras que en otros la ausencia de sombra convierte el verano en una carrera de resistencia. Podríamos hablar de la Puerta del Sol, pero para qué. En Madrid, como en tantas otras ciudades hay numerosas viviendas mal aisladas, edificios altos donde el calor se acumula en los pisos superiores, y barrios donde la precariedad urbana y un mal pensado mobiliario urbano (gris, de cemento, absorbiendo el calor) multiplica los riesgos y la incomodidad. No olvidemos que no todas las personas tienen la posibilidad de refugiarse unos días fuera, de huir de Madrid ciudad al norte en los días más invivibles de la ciudad; no todas las personas disponen de redes familiares que acompañen en estos días abrasadores o que nos inviten a pasar el calor en una casa más habitable. Cuánto echo yo de menos estos días de 40 grados tener esta posibilidad, al menos.

Si queremos ahondar aún más, añadamos la cuestión energética como capa extra de desigualdad. Adaptarse al calor requiere de recursos: ventiladores, aires acondicionados, frigoríficos funcionando a pleno rendimiento. Todo ello supone un gasto que no todos los bolsillos pueden asumir. La pobreza energética deja a muchas personas en la disyuntiva de elegir entre soportar el calor sin medios suficientes o reducir otros gastos esenciales. No es raro encontrar hogares que apenas ventilan para no gastar en climatización, incluso más allá del calor, cuando conviven con humedades y mohos que agravan enfermedades respiratorias y reumáticas. El cambio climático, en este sentido, no solo trae temperaturas extremas, sino que también destapa y agrava otras desigualdades habitacionales.

Si miramos más allá de los muros de las casas, descubrimos que la vulnerabilidad se extiende también a otros espacios destinados al habitar. Las residencias, los centros de día, los hospitales y hasta los transportes públicos deben adaptarse a un clima que ya no responde a los patrones del pasado. No obstante, muchas veces los protocolos no contemplan suficientemente las necesidades de las personas mayores (no hablemos ya de las personas con discapacidad) en situaciones de emergencia climática. Evacuar un edificio, encontrar un refugio temporal o simplemente acceder a información clara y accesible no son tareas menores cuando la movilidad está reducida, cuando los dispositivos electrónicos no se manejan con soltura o (imaginemos) cuando la información llega en un lenguaje poco accesible.

Frente a esta realidad, la pregunta que se impone es qué podemos hacer como sociedad. Y la respuesta no puede limitarse a recomendaciones individuales como beber más agua o evitar salir en las horas centrales del día. Se necesitan políticas urbanas que apuesten por más arbolado, sombra y fuentes de agua en los espacios públicos (por favor). Se requieren planes de emergencia inclusivos desde el punto de vista etario, que piensen en quienes no pueden evacuar por sí mismos o en quienes necesitan asistencia específica. Es imprescindible reforzar los servicios sociales y comunitarios para que nadie se vea obligado a enfrentar en soledad una ola de calor desde un piso mal aislado, recalentado. Resulta también urgente combatir la pobreza energética con medidas que aseguren que la adaptación al cambio climático no sea un privilegio reservado a quienes más tienen.

El cambio climático está alterando nuestras condiciones de vida, pero también nos está mostrando con claridad las grietas de nuestras sociedades. En su crudeza, nos señala dónde hemos fallado en garantizar derechos básicos como la vivienda digna, la energía asequible o la atención a la dependencia, que supera ciertas concepciones limitadas acerca de qué son los cuidados. La vejez en el siglo XXI no puede pensarse al margen del cambio climático. Si ganar años de vida ha sido uno de los mayores logros de nuestra sociedad, ahora el reto es que esos años se vivan con dignidad en un entorno seguro. De poco sirve hablar de longevidad si el calor extremo encierra, agota y amenaza la vida de las personas mayores. De poco sirve celebrar que viviremos más si no garantizamos que esos años adicionales no se convierten en tiempo de sufrimiento. Reconocer la necesidad de atender al impacto del cambio climático en la vejez es un ejercicio de responsabilidad colectiva.

EnciclopediaRelacionalDinamica: IreneLebrusanMurillo (última edición 2025-09-04 14:38:45 efectuada por MercedesJones)