Christián C. Carman


Instituto Baikal vie, 17 nov, 2023 para mí

Hay una frase hermosamente tramposa de San Agustín que dice: “Ama y haz lo que quieras”. Parece autorizarte a hacer cualquier cosa. Y, sí, no hay ninguna limitación en el hacer. Podés hacer lo que quieras. Pero la limitación viene por el querer. Porque, si amás, lo único que vas a querer es el bien del otro. Amar es desear el bien del otro, por lo que, si amás y hacés lo que deseas, siempre vas a buscar el bien de los demás. Un genio, Agustín.

Tomás de Aquino, que admiraba profundamente a Agustín, retoma la misma idea: el amor es, simplemente, desear el bien de la otra persona. Implica cierta unión afectiva, sin la cual difícilmente llamaríamos a ese deseo “amor”, pero es esencialmente el deseo del bien, no la unión afectiva. Tomás usa una palabra para expresar el deseo de bien: “benevolencia”. Etimológicamente es impecable: bene (bien) volencia (querer). Ser benevolente es querer el bien del otro.

Puede darse la unión afectiva sin benevolencia. Es el tipo de relación que tenemos con muchas cosas. Puedo sentir cierto afecto por esta remera que me gusta, o por mi celular. Pero sólo en un sentido muy metafórico diría que le deseo el bien a mi remera o a mi celular. Más que desearle el bien, deseo que me haga bien a mí. La diferencia puede parecer sutil, pero es fundamental: una cosa es desear el bien para alguien y otra que ese alguien sea un bien para mí. De hecho, el afecto que siento lo siento porque me es útil, porque me sirve a mí. Puedo cuidarlos, tratarlos con afecto, y tener otras actitudes que serían indistinguibles de las que tenemos cuando amamos a alguien, pero la razón es muy distinta: lo hago para que pueda seguir siéndome útil. Aristóteles dice que, cuando cuidamos el vino (guardarlo en un lugar fresco, bien tapado, etc.), no es pensando en el bien del vino, sino el bien que el vino nos va a hacer. Por eso, dice, aunque lo cuidemos no es adecuado llamarnos “amigos del vino”.

Ahora, cuando esa misma relación de afecto sin benevolencia se traslada a las personas, se convierte en un pseudo–amor, algo que tiene apariencia de amor, pero que no lo es. Siento cierta unión afectiva que puede llegar a confundirme, pero no deseo su bien. Busco sólo que me haga bien a mí, como el celular. Tomás diría, no es amor. Es una relación tóxica. Muy tóxica porque no hay verdadera reciprocidad. Y quien genuinamente ama a quien no lo ama genuinamente está en una situación de fragilidad muy peligrosa.

Ahora, ¿cómo darme cuenta de si realmente deseo el bien o lo estoy confundiendo con la unión afectiva? La receta de Tomás es infalible: la benevolencia implica la beneficencia. “Beneficencia” suena feo hoy, suena a revolver el fondo del ropero y donar a alguna ONG la ropa que ya no uso. Pero para Tomás, de nuevo fiel a las etimologías, significa simplemente “hacer el bien”. Benevolencia es desearlo, beneficencia es hacerlo. La forma de saber que deseo el bien de otro, es buscar efectivamente el bien del otro, es trabajar proactivamente para lograrlo. Como dice Tomás: “la voluntad es realizadora de lo que quiere”.

Ahora sí, “Ama y haz lo que quieras”.

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Christián Carman


Un Aristóteles ya maduro estaba hablando en el Ágora, dando lo que hoy llamaríamos una charla de divulgación sobre los beneficios de la filosofía. Al final, hubo una ronda de preguntas. Un jovencito de la nobleza, no muy convencido de los beneficios que ofrecía la vida del filósofo, se animó a preguntarle: “Pero al final, después de tantos años consagrados a la sabiduría, ¿qué ganancia te dejó la filosofía?” Aristóteles podría haber contestado que amasó una considerable fortuna, sobre todo a partir de lo generosos honorarios que cobró por formar a Alejandro Magno, o que le dejó el orgullo de haber sido el tutor del Gran Alejandro, o la indiscutible fama y reconocimiento, o los innumerables conocimientos que obtuvo en biología, meteorología o física. O haber llevado a cumbres jamás alcanzadas a la nobilísima metafísica, o ser el creador de la mismísima lógica. Pero no. Hizo un silencio, reflexionó unos instantes, y dijo: “Lo más valioso que me dejó la filosofía es que ahora hago espontáneamente lo que otros hacen por miedo a las leyes”.

Ésa es la clave para Aristóteles: que la filosofía te ayude a ir acomodando tus gustos, deseos y tendencias hacia el bien, de tal manera que te salga hacer el bien espontáneamente, desde tu interior, y no por una coerción externa. No hay forma de adelgazar y mantener un buen peso reprimiéndote todo el tiempo. Obligándote a no comer porque te lo impusiste. No queda otra que cambiar los hábitos alimenticios. O sea, lograr, con el tiempo, que tus gustos y lo que te hace bien confluyan en una misma dirección. Que te guste lo que le hace bien a tu cuerpo. Lo mismo con todas las esferas de la vida: que te guste lo que te hace bien.

La filosofía, como una buena nutricionista, no le dio a Aristóteles una lista con los alimentos prohibidos. Le enseñó, de a poco, con paciencia y pedagogía, a gustar de lo sano.

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Christián Carman


Agosto 2024 Lanzamos "Filosofía del Liderazgo 1: liderarnos a nosotros mismos" Recibidos

Instituto Baikal Anular suscripción 9:28 (hace 7 horas) para mí

Cuando se sentía traicionado, Abraham Lincoln solía escribir cartas con reproches intensos, llenas de ira y humillaciones. Pero nunca las enviaba. Las guardaba, las dejaba reposar, y, cuando su enojo se disipaba, las olvidaba. Se encontraron muchas de esas cartas nunca enviadas entre sus papeles.

Platón una vez se quedó un largo rato como congelado con el brazo levantado a punto de dar una cachetada. Cuando le preguntaron qué hacía en esa posición tan ridícula, explicó que, en un ataque de ira, estuvo a punto de golpear a un sirviente, pero se frenó a tiempo y se quedó en esa posición para castigarse a sí mismo.

Juana de Arco, con solo 19 años, mantuvo su dignidad y fortaleza mientras era quemada en la hoguera, y Tomás Moro subió la escalinata hacia el patíbulo sonriendo y haciendo bromas.

Nelson Mandela, tras 27 años de encarcelamiento injusto, salió sin un rastro de rencor, afirmando que solo al vencer al odio podría ser verdaderamente libre.

El diario de Ana Frank revela su asombrosa fortaleza de carácter, permitiéndole mantener la esperanza y la alegría durante años de encierro. Tenía menos de 15 años.

Grandes figuras como Cleopatra, Zenón, Séneca, Alejandro Magno y Sócrates también nos dejaron ejemplos valiosos de autodominio. A lo largo de la historia, los líderes más admirados y respetados han demostrado una habilidad excepcional para gobernarse a sí mismos.

¿Cómo lograron controlar sus emociones y superar desafíos aparentemente insuperables? Entendieron que el verdadero liderazgo comienza con el dominio sobre uno mismo.

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Christián Carman


Me hizo acordar a algo que leí de Plutarco este verano. Él dice que algunos creen que el juego de la pelota se domina cuando se sabe lanzarla, pero primero hay que aprender a recibirla. Y que en la comunicación sucede lo mismo. La oratoria—el arte de hablar, de lanzar las palabras—es solo la mitad del asunto. Y la segunda mitad. La más importante es aprender a recibir las palabras, a escuchar. Para que la comunicación sea completa, deberían darse ambas, pero si hubiera que elegir una, se sacaría mucho más provecho de aprender a escuchar que de aprender a hablar. Al arte de la oratoria debería precederle el arte de la “escuchatoria”.

En un tratado muy breve, titulado precisamente Sobre cómo se debe escuchar, Plutarco sienta las bases de esta disciplina tan ignorada. Comparto algunos de sus consejos:

1. Escuchar sin envidia. La envidia es el peor enemigo de quien escucha, porque convierte en molesto y desagradable lo que podría ser provechoso.

2. No despreciar al orador, pero tampoco ser demasiado entusiasta. Los soberbios sacan poco provecho de los oradores, pero los entusiastas pueden salir más perjudicados. A veces, por buena voluntad y confianza en el que habla, admitimos sin darnos cuenta muchas opiniones falsas o dañinas.

3. Olvidarse de la fama y prestigio del orador, y examinar los discursos por sí mismos.

4. El que habla debe preocuparse por la belleza del discurso. El que escucha, no.

5. Escuchar también exige esfuerzo. Muchos creen que quien prepara un discurso debe esforzarse para hacerlo agradable y útil, mientras que el oyente solo debe sentarse a disfrutar. Pero para que una conversación salga bien, tanto el que habla como el que escucha tienen su parte de responsabilidad.

6. No lanzarse a hablar inmediatamente después de que alguien termina. Incluso si el discurso no fue muy agradable, hay que dejar pasar un momento. Quizás el otro quiera agregar o corregir algo.

7. No creas que una buena objeción te vuelve superior. Una vez, un lacedemonio escuchó a Filipo II, padre de Alejandro Magno, jactarse de haber destruido por completo la ciudad de Olinto. El lacedemonio respondió: “Pero él no hubiera sido capaz de levantar una ciudad semejante”. Es más fácil destruir que construir.

8. Aplicar el discurso a la propia vida. Escuchar una charla es como ir a la peluquería, no sirve de nada si no salís cambiado.

Como Messi con la pelota, hay que aprender a “dormir” las palabras en el pecho antes de responder.

Christián Carman

EnciclopediaRelacionalDinamica: ChristianCarlosCarman (última edición 2025-03-04 21:43:45 efectuada por MercedesJones)