El Malestar En La Cultura
- Mariano Horenstein, para El Clarín
- 03/09/2020
- Mariano Horenstein es psicoanalista. Autor de Psicoanálisis en lengua menor y Brújula y diván. El psicoanálisis y su necesaria extranjería.
- Cuando termine, este no habrá sido sólo el año de la peste, sino también aquel en el que el mítico texto freudiano El malestar en la cultura habrá cumplido noventa años desde su publicación. Texto que lleva la marca del estilo tardío del maestro vienés, extraño best seller de su tiempo, relegado por buena parte de los psicoanalistas que lo condenaban al ámbito sociológico quitándole su dignidad clínica, sin dudas se ha convertido en un clásico.
Por lo pronto, la presencia de la peste. Si esta es la época del coronavirus, cien años atrás fue la de la llamada gripe española, que entre varios millones de víctimas se cobró la vida de la amada hija de Freud, Sophie.
Aunque las contradicciones del capitalismo global hagan difícil distinguir épocas en función de crisis, pues éstas parecen parte sustancial del funcionamiento del sistema, el texto freudiano fue publicado en medio de la mayor crisis de Occidente. Al menos hasta la actual, de proporciones aun difíciles de ponderar.
- Freud admite que puede ser difícil aceptar su visión de la naturaleza humana como predispuesta a la muerte y la destrucción, pero razona que la supresión de este instinto es la verdadera causa de la necesidad de restricciones de la civilización. La vida y la civilización, entonces, nacen y se desarrollan a partir de una eterna lucha entre estas dos fuerzas interpersonales de amor y odio.4
En resumen, en El malestar en la cultura hizo explícita su concepción del mundo, subrayando el sometimiento de la civilización a las necesidades económicas, que imponen un pesado tributo tanto a la sexualidad como a la agresividad, a cambio de un poco de seguridad.
Se trata en definitiva de una obra cuyo interés rebasa considerablemente a la sociología.
La época que alumbró el texto freudiano era de desintegración, como la nuestra, y el huevo de la serpiente ya se había resquebrajado para dar origen a liderazgos mesiánicos que llevarían a Europa a un nuevo colapso, inimaginable salvo para algunos que –como Kafka– entrevieron el incendio por venir. Y avisaron.
- A partir de Freud, aceptamos la infelicidad –el nombre que imaginó primero para su texto– como consecuencia necesaria de ser una especie hablante, y por ende sujetos de cultura. Los lugares de donde brota esa infelicidad, desbrozados en el icónico texto, no han cambiado demasiado. Aun siguen siendo los otros –que en tiempo de pandemia cobran relieve tanto como peligro o salvación– la fuente de la que deriva nuestro mayor malestar. Y la naturaleza y sus espasmos, al revelarse autónoma allí donde nos pretendemos sus amos. O el cuerpo y sus límites.
- como sugería Giorgio Agamben– profundamente contemporáneo. En la mejor tradición de los libros que trascienden una época, no es un manual de autoayuda, no da respuestas. Pertenece a esa saga de obras que nos hablan aun hoy, cuando se cuestionan aquellas actividades –amar y trabajar– en las que Freud, con sencillez sorprendente, concentrara las claves de cierta salud del alma.
- Pues trabajar puede convertirse también –como el filósofo surcoreano Byung-Chul Han ha ensayado– en autoexplotación militante; o se discute una renta ciudadana, independiente de todo trabajo… Mientras tanto, el amor se ve constreñido a repensarse. Para algunos una cursilería retrógrada, más de un horror se ha consumado en su nombre y sus derivados piadosos. Pero al mismo tiempo, amar puede ser revolucionario. En una época donde las bases de la sexualidad freudiana se ponen en entredicho, estamos obligados a repensar las figuras del amor. Asumiendo que no hay posibilidad del mismo sin malestar, que la sexualidad humana está atravesada por una fractura estructural y el acople perfecto es mera ilusión.
- Lo que se juega para nuestra especie, en cada tiempo de modo novedoso y a la vez plagado de reminiscencias del pasado, es el nuevo modo que nos procuramos –en solitario o en sociedad– para convertir ese malestar en fuerza motriz y tensión creativa. Para canalizar lo que nos mortifica y montar una usina donde podría haber habido una inundación.
- El tema principal de la obra es el irremediable antagonismo existente entre las exigencias pulsionales y las restricciones impuestas por la cultura.3 Es decir, una contradicción entre la cultura y las pulsiones donde rige lo siguiente: mientras la cultura intenta instaurar unidades sociales cada vez mayores, restringe para ello el despliegue y la satisfacción de las pulsiones sexuales y agresivas, transformando una parte de la pulsión agresiva en sentimiento de culpa. Por eso, la cultura genera insatisfacción y sufrimiento. Cuanto más se desarrolla la cultura, más crece el malestar.
- Por eso, también se puede afirmar que el tema central del Malestar en la cultura es la culpa.
- EL MALESTAR EN LA CULTURA (*) 1929 [1930]
Leer el texto aquí: https://www.afoiceeomartelo.com.br/posfsa/autores/Freud,%20Sigmund/Freud,%20Sigmund%20-%20Malestar%20en%20la%20cultura,%20El.pdf
- Uno de estos hombres excepcionales se declara en sus cartas amigo mío. Habiéndole
enviado yo mi pequeño trabajo que trata de la religión como una ilusión, me respondió que compartía sin reserva mi juicio sobre la religión, pero lamentaba que yo no hubiera concedido su justo valor a la fuente última de la religiosidad. Esta residiría, según su criterio, en un sentimiento particular que jamás habría dejado de percibir, que muchas personas le habrían confirmado y cuya existencia podría suponer en millones de seres humanos; un sentimiento que le agradaría designar «sensación de eternidad»; un sentimiento como de algo sin límites ni barreras, en cierto modo «oceánico». Se trataría de una experiencia esencialmente subjetiva, no de un artículo del credo; tampoco implicaría seguridad alguna de inmortalidad personal; pero, no obstante, ésta sería la fuente de la energía religiosa, que, captada por las diversas Iglesias y sistemas religiosos, es encauzada hacia determinados canales y seguramente también consumida en ellos. Sólo gracias a éste sentimiento oceánico podría uno considerarse religioso, aunque se rechazara toda fe y toda ilusión.
- Freud y el malestar en la cultura
- Universidad Andrés Bello- Chile
- A noventa años de la publicación de El Malestar en la Cultura (1930), la vida de inicios del siglo XXI enfrenta un fenómeno que sintetiza paradigmáticamente las preocupaciones de Freud.
- En esta charla, el Dr. Emanuel Rechter (Facultad de Educación y Ciencias Sociales) examinará los atolladeros de la subjetividad humana.
- Uno de estos hombres excepcionales se declara en sus cartas amigo mío. Habiéndole
enviado yo mi pequeño trabajo que trata de la religión como una ilusión, me respondió que compartía sin reserva mi juicio sobre la religión, pero lamentaba que yo no hubiera concedido su justo valor a la fuente última de la religiosidad. Esta residiría, según su criterio, en un sentimiento particular que jamás habría dejado de percibir, que muchas personas le habrían confirmado y cuya existencia podría suponer en millones de seres humanos; un sentimiento que le agradaría designar «sensación de eternidad»; un sentimiento como de algo sin límites ni barreras, en cierto modo «oceánico». Se trataría de una experiencia esencialmente subjetiva, no de un artículo del credo; tampoco implicaría seguridad alguna de inmortalidad personal; pero, no obstante, ésta sería la fuente de la energía religiosa, que, captada por las diversas Iglesias y sistemas religiosos, es encauzada hacia determinados canales y seguramente también consumida en ellos. Sólo gracias a éste sentimiento oceánico podría uno considerarse religioso, aunque se rechazara toda fe y toda ilusión.
- Esta declaración de un amigo que venero -quien, por otra parte, también prestó cierta vez
expresión poética al encanto de la ilusión- me colocó en no pequeño aprieto, pues yo mismo no logro descubrir en mí este sentimiento «oceánico». En manera alguna es tarea grata someter los sentimientos al análisis científico: es cierto que se puede intentar la descripción de sus manifestaciones fisiológicas; pero cuando esto no es posible -y me temo que también el sentimiento oceánico se sustraerá a semejante caracterización-, no queda sino atenerse al contenido ideacional que más fácilmente se asocie con dicho sentimiento. Mi amigo, si lo he comprendido correctamente, se refiere a lo mismo que cierto poeta original y harto inconvencional hace decir a su protagonista, a manera de consuelo ante el suicidio: «De este mundo no podemos caernos». Trataríase, pues, de un sentimiento de indisoluble comunión, de inseparable pertenencia a la totalidad del mundo exterior. Debo confesar que para mí esto tiene más bien el carácter de una penetración intelectual, acompañada, naturalmente, de sobretonos afectivos, que por lo demás tampoco faltan en otros actos cognoscitivos de análoga envergadura. En mi propia persona no llegaría a convencerme de la índole primaria de semejante sentimiento; pero no por ello tengo derecho a negar su ocurrencia real en los demás. La cuestión se reduce, pues, a establecer si es interpretado correctamente y si debe ser aceptado como fons et origo de toda urgencia religiosa.