El Malestar En La Cultura


Por lo pronto, la presencia de la peste. Si esta es la época del coronavirus, cien años atrás fue la de la llamada gripe española, que entre varios millones de víctimas se cobró la vida de la amada hija de Freud, Sophie.

Aunque las contradicciones del capitalismo global hagan difícil distinguir épocas en función de crisis, pues éstas parecen parte sustancial del funcionamiento del sistema, el texto freudiano fue publicado en medio de la mayor crisis de Occidente. Al menos hasta la actual, de proporciones aun difíciles de ponderar.


En resumen, en El malestar en la cultura hizo explícita su concepción del mundo, subrayando el sometimiento de la civilización a las necesidades económicas, que imponen un pesado tributo tanto a la sexualidad como a la agresividad, a cambio de un poco de seguridad.

Se trata en definitiva de una obra cuyo interés rebasa considerablemente a la sociología.

La época que alumbró el texto freudiano era de desintegración, como la nuestra, y el huevo de la serpiente ya se había resquebrajado para dar origen a liderazgos mesiánicos que llevarían a Europa a un nuevo colapso, inimaginable salvo para algunos que –como Kafka– entrevieron el incendio por venir. Y avisaron.



enviado yo mi pequeño trabajo que trata de la religión como una ilusión, me respondió que compartía sin reserva mi juicio sobre la religión, pero lamentaba que yo no hubiera concedido su justo valor a la fuente última de la religiosidad. Esta residiría, según su criterio, en un sentimiento particular que jamás habría dejado de percibir, que muchas personas le habrían confirmado y cuya existencia podría suponer en millones de seres humanos; un sentimiento que le agradaría designar «sensación de eternidad»; un sentimiento como de algo sin límites ni barreras, en cierto modo «oceánico». Se trataría de una experiencia esencialmente subjetiva, no de un artículo del credo; tampoco implicaría seguridad alguna de inmortalidad personal; pero, no obstante, ésta sería la fuente de la energía religiosa, que, captada por las diversas Iglesias y sistemas religiosos, es encauzada hacia determinados canales y seguramente también consumida en ellos. Sólo gracias a éste sentimiento oceánico podría uno considerarse religioso, aunque se rechazara toda fe y toda ilusión.