Myriam Revault d’Allonnes, filósofa francesa y catedrática de Filosofía Política en l’École Pratique de Hautes Études de París. Sus trabajos de investigación versan, principalmente, sobre el terror en la historia, el problema del mal y el devenir de la democracia contemporánea. En su libro Doit-on moraliser la politique? (Bayard, 2002) analiza el problema de la relación entre ética y política. En su libro L’homme compassionnel (Seuil, 2008) actualiza estas perspectivas. --- Myriam Revault D´Allonnes. Estamos afrontando un nivel de incertidumbre sin precedentes, un nivel tan alto que nos obliga a revisitar cuestiones que teníamos garantizadas, y tenemos que hacernos preguntas fundamentales: aquellas que la de dar forma a nuestro futuro. (that of shaping our future)

EL HOMBRE COMPASIONAL Nuestras sociedades están dominadas por la compasión. Un "celo compasivo" hacia los desposeídos, los desheredados, los excluidos, no cesa de manifestarse en el campo político, hasta el punto de que los dirigentes ya no vacilan en elevar su aptitud para compadecerse a argumento decisivo de su derecho a gobernar. ¿Fenómeno circunstancial, o nueva figura del sentimiento democrático? Myriam Renault D'Allonnes examina frontalmente las relaciones entre la dimensión afectiva de vivir-juntos, la naturaleza del lazo social y el ejercicio del poder. Remontándose a las fuentes de la modernidad, demuestra que las pasiones y las emociones alimentaron constantemente la reflexión acerca de la existencia democrática, desde Rousseau hasta Arendt, pasando por Tocqueville. Se verá así que aunque el desbordamiento compasional no constituya una política, los vínculos entre sentimiento humanitario, reconocimiento del otro y capacidad para actuar deben ser pensados nuevamente desde el principio.

El debate democrático es una farsa (dice Hannah Arendt) si las opiniones no están respaldadas por hechos.

Democracia, ética y política

http://wvw.nacion.com/ln_ee/2009/noviembre/15/opinion2150194.html Costa Rica, Domingo 15 de noviembre de 2009

Si se entiende por “democracia” no solo un sistema de funcionamiento jurídico-político, sino, en un sentido mucho más amplio, una forma de sociedad dotada de un horizonte de sentido –una experiencia global del “vivir juntos”– el problema de las relaciones entre ética y política, entre moral privada y moral pública no es solamente un problema ligado a circunstancias, por más decisivas que sean: es un problema estructural. La crisis de la democracia representativa (crisis de las instituciones, crisis de reconocimiento, carencia de la participación ciudadana) se inscribe en el seno de una dificultad mucho más profunda. La democracia moderna es, en efecto, un régimen estrechamente ligado a una paradoja fundadora: una doble incertidumbre la habita, en su raíz y en sus ramificaciones. En su raíz: es esa autoinstitución de lo social que se construyó sobre el abandono de la trascendencia, y que se dio a sí misma el principio constitutivo de su orden. Privada de Dios, no tiene garantía última en cuanto a sus fundamentos. En sus ramificaciones: está estructuralmente habitada por la duda sobre sus propias orientaciones, puesto que ha aceptado la relativa indeterminación de los “fines” políticos y de la idea de “bien común”. Se trata, en el fondo, de lo que Max Weber llamaba el “politeísmo de los valores”, y que caracteriza la situación existencial del hombre moderno. En el primer caso, cuando la decepción llega al extremo, cuando la crisis de valores parece alcanzar su paroxismo, es grande la tentación de un activismo moral que toma la forma de la denuncia: el estilo populista toca de maravilla toda la gama de esa retórica que, bajo el modo del simulacro, reinvierte todas las oposiciones binarias y simplistas. Recusando la complejidad del mundo, simplifica los problemas hasta la caricatura, pretendiendo que la “política” debería remediar inmediatamente todas las desesperanzas.

Lo que, lejos de disiparla, aumenta aún más la dificultad del problema, es que la inflación del discurso moral –sobre todo bajo la forma de una victimización que instala a los individuos en la posición de irresponsables– es indisociable de una lógica de la compasión universal inherente a las condiciones mismas de la democracia moderna. Precisamente a esto hace eco ese discurso moralizante, cuando pretende hacer la economía de la mediación política; es decir, de la puesta a distancia –a una justa distancia– de la compasión. Exigencia legítima. Pero si la demanda de ética remite al horizonte de sentido de una democracia continuamente en crisis –y esto no por “accidente”, sino por “constitución”[1]– entonces se trata de un verdadero problema, signo a la vez indeciso y positivo de una recomposición de la cultura política. Es un problema tanto más insistente y legítimo cuanto concuerda, más allá del desencanto, con una problematicidad de principio y con la real incertidumbre en lo que toca al porvenir. La reevaluación de las exigencias democráticas se cristaliza así alrededor de un número determinado de núcleos: la moralización de la vida pública, la naturaleza y las implicaciones de la responsabilidad cívica, la reelaboración del concepto de humanidad… Si se les concede alguna consistencia, no basta con invocar vanos estereotipos. Se trata de interrogar, con todos los riesgos que eso conlleva, la imagen renovada del mundo. Para describir la actividad política, en la célebre conferencia titulada El político y el científico , Max Weber empleaba una metáfora sin concesiones: la política, decía, es un esfuerzo tenaz y enérgico por perforar tablas de madera dura. La metáfora es elocuente: dice, con toda claridad, que el objeto de la política no consiste en enderezar la supuesta“curvadura” de esa madera torcida que es la humanidad, sino en afrontar el rigor y la irracionalidad del mundo. Esta exigencia que Max Weber aplicaba a la “vocación” del hombre de acción, del gran político, ¿es acaso posible concebir que valga también para cualquier ciudadano? La moral pública –entendida como “cuidado por el mundo”–, ¿es acaso únicamente asunto de políticos profesionales? No estamos todos en condiciones de medirnos con el mundo tal y como es; no tenemos todos la "vocación" de la política, ese juego tan cambiante, tan peligroso, de la paciencia y de la dureza. Pero todos somos seres políticos, porque habitamos el mundo y vivimos entre los hombres. Moralizar la política, no es negarla con la fantasía de una política "virtuosa". Es -si es que la frase tiene algún sentido- educar sin descanso a los hombres para la democracia, a fin de que entren en un mundo común.

[1] Paul Ricoeur, Lecturas 1 . Traducción de Laurencia Sáenz para La Nación. Myriam Revault d’Allonnes, filósofa francesa y catedrática de Filosofía Política en l’École Pratique de Hautes Études de París. Sus trabajos de investigación versan, principalmente, sobre el terror en la historia, el problema del mal y el devenir de la democracia contemporánea. En su libro Doit-on moraliser la politique? (Bayard, 2002) analiza el problema de la relación entre ética y política. En su libro L’homme compassionnel (Seuil, 2008) actualiza estas perspectivas. --- Myriam Revault D´Allonnes. Estamos afrontando un nivel de incertidumbre sin precedentes, un nivel tan alto que nos obliga a revisitar cuestiones que teníamos garantizadas, y tenemos que hacernos preguntas fundamentales: aquellas que la de dar forma a nuestro futuro. (that of shaping our future)

Democracia, ética y política

http://wvw.nacion.com/ln_ee/2009/noviembre/15/opinion2150194.html Costa Rica, Domingo 15 de noviembre de 2009

Si se entiende por “democracia” no solo un sistema de funcionamiento jurídico-político, sino, en un sentido mucho más amplio, una forma de sociedad dotada de un horizonte de sentido –una experiencia global del “vivir juntos”– el problema de las relaciones entre ética y política, entre moral privada y moral pública no es solamente un problema ligado a circunstancias, por más decisivas que sean: es un problema estructural. La crisis de la democracia representativa (crisis de las instituciones, crisis de reconocimiento, carencia de la participación ciudadana) se inscribe en el seno de una dificultad mucho más profunda. La democracia moderna es, en efecto, un régimen estrechamente ligado a una paradoja fundadora: una doble incertidumbre la habita, en su raíz y en sus ramificaciones. En su raíz: es esa autoinstitución de lo social que se construyó sobre el abandono de la trascendencia, y que se dio a sí misma el principio constitutivo de su orden. Privada de Dios, no tiene garantía última en cuanto a sus fundamentos. En sus ramificaciones: está estructuralmente habitada por la duda sobre sus propias orientaciones, puesto que ha aceptado la relativa indeterminación de los “fines” políticos y de la idea de “bien común”. Se trata, en el fondo, de lo que Max Weber llamaba el “politeísmo de los valores”, y que caracteriza la situación existencial del hombre moderno. En el primer caso, cuando la decepción llega al extremo, cuando la crisis de valores parece alcanzar su paroxismo, es grande la tentación de un activismo moral que toma la forma de la denuncia: el estilo populista toca de maravilla toda la gama de esa retórica que, bajo el modo del simulacro, reinvierte todas las oposiciones binarias y simplistas. Recusando la complejidad del mundo, simplifica los problemas hasta la caricatura, pretendiendo que la “política” debería remediar inmediatamente todas las desesperanzas.

Lo que, lejos de disiparla, aumenta aún más la dificultad del problema, es que la inflación del discurso moral –sobre todo bajo la forma de una victimización que instala a los individuos en la posición de irresponsables– es indisociable de una lógica de la compasión universal inherente a las condiciones mismas de la democracia moderna. Precisamente a esto hace eco ese discurso moralizante, cuando pretende hacer la economía de la mediación política; es decir, de la puesta a distancia –a una justa distancia– de la compasión. Exigencia legítima. Pero si la demanda de ética remite al horizonte de sentido de una democracia continuamente en crisis –y esto no por “accidente”, sino por “constitución”[1]– entonces se trata de un verdadero problema, signo a la vez indeciso y positivo de una recomposición de la cultura política. Es un problema tanto más insistente y legítimo cuanto concuerda, más allá del desencanto, con una problematicidad de principio y con la real incertidumbre en lo que toca al porvenir. La reevaluación de las exigencias democráticas se cristaliza así alrededor de un número determinado de núcleos: la moralización de la vida pública, la naturaleza y las implicaciones de la responsabilidad cívica, la reelaboración del concepto de humanidad… Si se les concede alguna consistencia, no basta con invocar vanos estereotipos. Se trata de interrogar, con todos los riesgos que eso conlleva, la imagen renovada del mundo. Para describir la actividad política, en la célebre conferencia titulada El político y el científico , Max Weber empleaba una metáfora sin concesiones: la política, decía, es un esfuerzo tenaz y enérgico por perforar tablas de madera dura. La metáfora es elocuente: dice, con toda claridad, que el objeto de la política no consiste en enderezar la supuesta“curvadura” de esa madera torcida que es la humanidad, sino en afrontar el rigor y la irracionalidad del mundo. Esta exigencia que Max Weber aplicaba a la “vocación” del hombre de acción, del gran político, ¿es acaso posible concebir que valga también para cualquier ciudadano? La moral pública –entendida como “cuidado por el mundo”–, ¿es acaso únicamente asunto de políticos profesionales? No estamos todos en condiciones de medirnos con el mundo tal y como es; no tenemos todos la "vocación" de la política, ese juego tan cambiante, tan peligroso, de la paciencia y de la dureza. Pero todos somos seres políticos, porque habitamos el mundo y vivimos entre los hombres. Moralizar la política, no es negarla con la fantasía de una política "virtuosa". Es -si es que la frase tiene algún sentido- educar sin descanso a los hombres para la democracia, a fin de que entren en un mundo común.

[1] Paul Ricoeur, Lecturas 1 . Traducción de Laurencia Sáenz para La Nación.

--- Myriam Revault D´Allonnes. Estamos afrontando un nivel de incertidumbre sin precedentes, un nivel tan alto que nos obliga a revisitar cuestiones que teníamos garantizadas, y tenemos que hacernos preguntas fundamentales: aquellas que la de dar forma a nuestro futuro. (that of shaping our future)

CRISIS PERMANENTE https://www.elimparcial.es/noticia/118048/opinion/crisis-permanente.html

domingo 03 de febrero de 2013, 18:22h

Tal es, según Myriam Revault d’Allonnes, la situación en que nos encontramos desde el desfondamiento de los ideales clásicos y el rechazo por los Modernos del saber antiguo, a partir del siglo XVIII. La autora encuadra el paradigma de La Crisis sin Fin, estudio sobre el modo actual de vivencia inmediata, su condición y horizonte, en la “la experiencia moderna del tiempo”, subtítulo de la obra.

La palabra “crisis” atraviesa la historia de la humanidad. Aunque permanece el nombre, con el tiempo oscila el significado. Tiene la misma raíz que “crítica”, procedente del verbo griego “krino”, que significa separar, distinguir, secretar, decidir, resolver, juzgar. Se asocia en principio con la judicatura, medicina y política. Refiere la excepción y diagnóstico de un proceso, conducta, estado, variación suya incierta en un momento importante, decisivo, y búsqueda, conforme al pronóstico, de una salida posible con decisión adecuada. Tuvo un sentido técnico en la Edad Media y su significado muta entre los siglos XVII y XVIII. En cada etapa, la crisis supone una vivencia específica del tiempo. Es aquí donde se centra el ensayo y análisis de Revault d’Allonnes: la singular vivencia del tiempo en cada período histórico. Hasta la Modernidad, se entendía la crisis como caso anómalo de una constancia vital y visión centrada del mundo. Desde entonces, y hasta el siglo XIX, se impone la ruptura con todo lo antiguo y se sustituye por lo nuevo en todos los órdenes de la vida. Frente a la convergencia del tiempo en un sentido unificado de pronóstico y resoluciones efectivas, se impone ahora la idea y, como se vio después, también mito del progreso y aceleración del ritmo de vida. Aparece un sentido <> de la existencia. Desde los orígenes del pensamiento griego la explicación del mundo como mito se criticó y sustituyó por el Logos, la Razón fundada de las cosas. La idea de progreso vislumbra una nueva época acelerada que sepulte cualquier intento de recurso a lo estable por costumbre, tradición y herencia. La Historia se presenta como una sucesión de fracasos y derrumbes. Y con ella, la política, el conocimiento sostenible de la realidad. El desorden y su solución ocupan ahora la inquietud de las mentes esperanzadas por esa nueva visión de futuro confiado al progreso y las soluciones que aporte al concepto de crisis. El principal acierto de Revault d’Allonnes es entresacar de este panorama el esquema fenomenológico subyacente. La conciencia moderna del tiempo se distancia de las categorías del pasado y tiende un horizonte diferente de expectativas fundado en un nuevo sentido de la experiencia a su vez confiada al aporte práctico del conocimiento. La aceleración del futuro crea impaciencia y suscita un modo también distinto de creencia en el desarrollo del género humano y su organización social, política, con cierto halo de encantamiento ideológico más allá de las crisis sucesivas de estos ordenamientos. Las guerras decimonónicas, el colonialismo y las catástrofes, especialmente enfermedades, imponen su crudeza. El progreso se convierte en horizonte teleológico de experiencias posibles y las crisis desempeñan dentro de él una función especial. Son, como antes, momentos decisivos de situaciones excepcionales que ayudan ahora a preguntarse por la relación que el conocimiento subjetivo guarda respecto de la realidad. El encantamiento del futuro acelerado entra también en crisis con su promesa de progreso humano. La nueva crisis parte, no obstante, de su propio fenómeno, pues afecta al modo intrínseco de vivir su proceso. Nos toca la entraña. Surge entonces un nuevo paradigma. Su sentido muta de nuevo. La novedad le afecta como antes, y “por tal manera”, diría Jorge Manrique. Se pretende, sin embargo -la autora lo pretende-, caracterizar este momento como mutación cualitativa en consonancia con el mundo inmediato de la vida (Lebenswelt) de Husserl, la prelación ontológica del pensamiento, M. Merleau-Ponty, la fenomenología crítica, P. Ricoeur, M. Foucault, el postmodernismo, P. Virilio, las implicaciones múltiples de la neociencia, E. Morin, el postexistencialismo cultural y político, H. Arendt, los efectos del cambio analógico por el digital, Z. Bauman -“presente líquido”-, la revisión del forismo histórico del pensamiento, H. Blumenberg, y otros autores actuales del entorno político y cultural de la crisis: H. Rosa, D. Innerarity, C. Lefort, F. Hartog, P. Rosanvallon.

La crítica incesante vuelve incierto cualquier tipo de solución que el futuro, siempre irreal, prometa en el presente de su esperanza. Las incertidumbres se multiplican y, con ellas, las causas, diagnósticos, la incerteza y disolución de soluciones. Tal es nuestro presente. La crisis se ha vuelto estado normal de vida y conciencia. Vivimos en crisis continua. Ya no es, como antes, momento de excepción cuyo pronóstico induce una salida judicial, médica o política. No es lo solucionable, sino punto de partida para pensar y comprender nuestro tiempo. El presente se destemporaliza. No consigue el cambio político y fuerza histórica que el progreso prometía. Cae el telón de la Historia (R. Fukuyama). El futuro se hace infigurable, indeterminado. El tiempo ya no tiene promesas. El espacio-tiempo de la experiencia incardinada en un horizonte de expectativas lleno de cumplimientos y, por tanto, de confirmaciones de lo sentido, experimentable, se desfonda. No perdura ni el horizonte de una sociedad colectiva. El ritmo tampoco une. Acontece entonces una desincronización de instantes, momentos, perspectivas. Surge un mundo simultáneamente polisémico y el contenido del vocablo crisis se fragmenta, divide en áreas, estalla en múltiples direcciones: política, económica, social, educativa, cultural, histórica, y aunque Revault d’Allonnes no la considera, religiosa. La destemporalización de la vida y del conocimiento más la pérdida de horizonte, incluso de perspectiva integradora, donde debiera intervenir Ortega y Gasset, gran ausente de este ensayo sobre la crisis, explica la ineficiencia y retraso de la política actual sobre los fenómenos y sucesos cotidianos. El político de hoy día no tiene tiempo para afrontar su irradiación difractada a través del prisma de los acontecimientos. Su respuesta se retarda. Llega sin tiempo al problema del tiempo. La política resulta solo reactiva. Reacciona según se muestran la economía, los trastornos del medio, las mutaciones sociales y culturales. No se adelanta al futuro, pues no lo conoce. Las previsiones son también cálculos reactivos. La aceleración se convierte en reflejo de iniciativa rápida. Rapidez ante el acoso mediático, la oposición, también reactiva, y el curso inesperado e inmediato de las cosas. Su táctica es la flexibilidad, o como decimos a menudo, dar tiempo al tiempo, porque está vacío. Crearlo. Y esto ya supone otras dotes y condiciones. Aquel espacio crítico de la experiencia sometida al arco de horizonte que la engloba y evalúa se reduce hasta quedar sin perspectiva, sin presente. Es arco hueco. La confirmación o prueba científica de lo experimentado se funda en la no refutación del argumento, lo indecidible, la imposibilidad de contrario frente al presente absoluto sin significado propio. Se impone el “presentismo”, la aceleración inmóvil, la sucesión de instantes efímeros. El sentido plástico, adaptable, de la acción y sus recursos, en consonancia con la imagen nueva del cerebro y del genoma evolucionado. Y con ello, la inseguridad, el miedo, la búsqueda de protección. Ningún instante dura el tiempo de su enunciado. Uno de los negocios más lucrativos de la democracia son las empresas de seguros y seguridad tanto pública como privada. ¿Solución posible? Ninguna de igual naturaleza, es decir, efectiva. Solo el resultado del conocimiento obtenido. La realidad no cabe en el concepto que su experiencia induce. Desborda el constreñimiento de la racionalización. Aparecen órdenes y orbes de realidad, actitudes frente a ella que requieren otro trato intelectual. El pensamiento sale fuera de sí. Deviene metáfora. Y en esto consiste la crisis. No es concepto, sino tropo. Por eso abarca todos los reinos, diría G. Santayana, otro ausente de este ensayo, de la existencia. Y como metáfora, aporta otro sentido al problema que contiene, pues no busca la objetivación íntegra de la realidad mediante conceptos definidos. No existe el cristal cuyo concepto abarque la irisación de todos sus rayos. En cambio, y aquí se echa también de menos a K. Jaspers, la metáfora ofrece una <> que alimenta el análisis conceptual, resume Revault d’Allonnes. Sigue en pie la pregunta por el sentido de las cosas, es decir, la reflexión crítica, filosófica, que incorpora el pensamiento metafórico en tanto nueva forma de relación intuitiva con el mundo. Tal pregunta aún pertenece, como otras de carácter absoluto, al fundamento de la existencia. Hay un mundo preobjetivo, primordial, en el que se conforma la orientación de sentido, previo incluso a toda determinación científica. Nosotros lo denominamos a priori ontológico de correlación objetiva. Nos sitúa ante la expectativa de cuanto diga el mundo desde un modo específico de sentirlo y estar en él. Por eso es antepredicativo y precategorial, como resume la autora en consonancia con Ricoeur. Accedemos a él en el lenguaje. Ahora bien, la posición del objeto cognoscible no es segunda, como dicen estos autores, respecto de ese mundo en el que estamos insertos. Ya es lo objetivo, la sucesión de sensaciones donde prende la sujeción de lo que denominamos sujeto. Aquello que las sujeta. Y no es segunda instancia porque lo que antecede perenne y nos sitúa ante el futuro que constituye es la “poíesis”, el hacer o hacerse de la existencia. De él depende la reflexión como característica esencial del hombre. La filosofía recurre al lenguaje y, en este, a la metáfora, tesis resolutiva de Revault d’Allonnes, porque reconoce en ella el “como” o “quomodo”, el modo en que se configura todo concepto. Y la autora olvida, como Ricoeur, este origen, poiético, del fenómeno, a pesar de la vida incursa en la metáfora. Tal vez porque consideran también a la poesía instancia segunda del pensamiento. Una suplencia, ya que no sustituto para rellenar una ausencia. La inserción de la metáfora en la filosofía, lugar donde estuvo desde su origen, devuelve silenciosamente a la Razón su origen poético. La poética es la gran ausente, con la religiosa, de este estudio certero de la crisis que nos envuelve. Una tarea sin fin, pero “no un fin”, concluye Revault d’Allonnes. La reflexión de la crisis también nos orienta en el mundo. Lo peor, catastrófico, sería perder incluso el instinto existencial de orientación de sentido. Y hay síntomas que inquietan. Ciertos análisis antropológicos y socioculturales, no aludidos en este ensayo, detectan, desde 1990, una involución de la inteligencia en ambientes críticos de sociedades modernas. Una regresión animal del hombre.

EnciclopediaRelacionalDinamica: MyriamRevaultdAllonnes (última edición 2020-05-10 20:18:47 efectuada por MercedesJones)