Por Paula Muñoz Hornig De lo ilimitado en lo limitado: el caso de Simone de Beauvoir (Las palabras) Publicado el 22 Oct, 2013

Para comprender las implicancias prácticas que lo ilimitado y limitado tiene en la vida de todo hombre, se deben reconocer ambos conceptos no como contradictorios, sino como contrarios. De este modo, tiene total sentido que uno y otro puedan darse a la vez, sin que por ello se caiga en antinomias. Y es exactamente esta aparente paradoja –la vivencia simultánea de ambos conceptos- la que De Beauvoir deslinda como propia de la existencia misma.

Lo ilimitado, en cierto sentido, tiene que darse dentro de lo limitado. Si no fuera de este modo, si lo ilimitado se presentase de golpe y sin ningún resguardo, perdería toda su validez y se sumergiría, en tanto dimensión de vida, en la imposibilidad misma. Lo ilimitado no puede darse sin un margen. Lo ilimitado existe, sí; pero convoca ineludiblemente a su contrario.

Podemos notar, dentro del pensamiento beauvoirista, dos grandes limitaciones que definen (ponen cercas) a la inagotable libertad del hombre: la muerte y la situación.

En el primer caso, todo lo que somos, todo lo que podemos ser, lo que deseamos, lo que planeamos o, hablando con Sartre, nosotros mismos en tanto proyecto, sólo lo somos en vida. Para el existencialismo el hombre es libre frente a todos y todo; el sujeto nace para ejercer su libertad. Sin embargo, violentamente nota que hasta él está hecho para morir. ¿Contrasentido? No. El hombre no sólo nace para morir, sino que nace para morir siendo libre. Las ilimitadas posibilidades que han confluido para formarlo, junto con las ilimitadas posibilidades de ser que aún no elige, no impiden que incluso ellas misma estén limitadas, aunque no guste, por la muerte.

No sólo la muerte es un límite, sino también su preludio, la vejez. “Esto significa muchas cosas. Y ante todo que el mundo a mi alrededor ha cambiado: se ha achicado y encongido” [2], escribe De Beauvoir. Nos encontramos, en definitiva, con que el vivir mismo remite a su fin. Al envejecer todavía nos movemos en lo ilimitado de nuestro acontecer, ya que seguimos siendo seres desfondados y sin demarcaciones directivas. Sin embargo, pareciera ser que ya no nos sacude lo maravilloso de la libertad. Continuamos siendo libres, pero conocemos mejor los límites: aquellas mutilaciones que son la otra cara de nuestras posibilidades. Es un asunto personal: no nos sentimos libres ni irradiamos libertad. De paso, todo ha conspirado para que el mundo nos consifique. Mientras más viejo, más soy un Otro y más prisionero me siento.

Hay que aclarar, antes que sea tarde, que la esfera de la libertad es cualitativa, no cuantitativa. En tanto nos acercamos a los límites, en este caso a la muerte a través de la vejez, nuestras posibilidades de acción, e incluso de pensamiento, no disminuyen, sino que se trasforman cuidadosamente, revistiéndose de otro ropaje. Es evidente que cuando las personas se arriman a la vejez no pueden –sobretodo físicamente- hacer lo mismo que hacían a los veinte años; de hecho, ya no tienen ni las mismas iniciativas. Pero no por eso se podrá decir que un anciano tiene menos posibilidades que un niño; simplemente tiene otras. Al hombre de veinte años le brillan los ojos al ir descubriendo los juegos de la libertad; al viejo ya no lo deslumbran sus posibilidades, pues, en parte, ya realizó algunas (que hoy conforman su pasado, su en sí). Empero, y paradójicamente, cualquier elección que realice un octogenario es mucho más libre que la de un niño. ¿Por qué? Porque el viejo es más presa de sus límites y, por tanto, su acto deliberativo resalta desde la obviedad. Mientras más nos allegamos a lo definido, más destella un mínimo acto de libertad, aunque ciertamente nos tengamos menos fe y creamos que sólo fue coincidencia. La libertad no se mide por la cantidad de caminos que ofrece, sino por su sola posesión en un universo limitado. El hombre es, concluyentemente, ilimitado hasta su último suspiro, ilimitado hasta que su límite mortal lo arrasa.

La muerte devora. De Beauvoir dirá que la muerte es un accidente, una violencia indebida. ¿Yo me acerco a ella al envejecer o ella se acerca a mí al quitarme años? En uno de sus libros, Simone responderá: “No soy yo la que se separa de mi vieja felicidad, es ella la que se separa de mí: los caminos de montaña se rehúsan a mi paso” [3]. Nadie elige envejecer; no nos compete el qué, sino el cómo. Ergo, aunque suene hiperlógico, el límite me limita; no me limito yo mismo. Es verdad que naturalmente vamos a morir, que orgánicamente fuimos hechos para ello. Es más, ontológicamente somos seres para la muerte. Pero en nuestra ilimitación, en nuestra libertad, la muerte no debería tener cabida. Sabiendo que esto es imposible, podríamos decir, lanzándonos a los perros, que lo único inmanente al hombre es su transitoriedad. Esta transitoriedad permite la presencia de lo indefinido-ilimitado, siendo ella misma el límite absoluto. Lo ilimitado, entonces, sólo tiene razón al estar limitado. Pero aún siendo así, aquellos límites son trágicos para las posibilidades humanas.

Ahora bien, si fuésemos seres eternos y chocantemente ilimitados, sin nada que se diese en sí (ni el pasado, ni la muerte), nos golpearía un anonadamiento, una abrumadora marejada de vacíos que no harían más que ahogarnos. Vivir ilimitadamente es un fracaso. Vivir ilimitadamente sabiendo que somos limitados, es un acierto; o por lo menos un acto sincero. Si la muerte y la situación limitan nuestras ilimitadas posibilidades, es únicamente con el fin de dar sentido a lo que hacemos. El hombre debe estar necesariamente limitado. No obstante, Simone suele alejarse de la postura que ve en el ocaso una fuente de sentido vital. Nuestra filósofa asume la muerte como la corrupción misma de la libertad. Así, su pensamiento y su devenir se justifican en su contingencia, no necesitando un Absoluto mortal para explicarse. Es por ello que los límites de su ilimitación le son deplorables. Nadie quiere definirse, nadie quiere desilusionarse, nadie quiere perder su dimensión ilimitada.

Vivir es estar antes o después de la Obra. La posibilidad viene seguida inmediatamente por el recuerdo. Por ende, el presente es un fiasco; nunca se vive plenamente lo ilimitado. Esto conlleva a ver, engañosamente, una disminución de posibilidades en la proximidad de la muerte. Pero, como he señalado, la libertad cruda no se afecta.

Al ver la juventud, De Beauvoir recuerda su vejez, recuerda y siente la desilusión de un pasado que ya no volverá a ser. El problema de la muerte no es morir, sino dejar de vivir.

“¡Qué superioridad ser viviente! Todas las miradas que se han posado antes que la mía en la Acrópolis me parecen perimidas. En esos ojos de veinte años me veo ya muerte y embalsamada” [4].

No bien jugamos, ya perdemos. Me pervierto al vislumbrar mis límites. Al ir muriéndome no soy menos libre, pero estoy menos liberado. Sí, puedo dejar huellas en vida, pero después de la muerte, ya no veo mis pasos.

El caso de la situación como límite de lo ilimitado es un tanto diferente. Partimos de una base en la que se asume que hay ciertas situaciones en que nos sentimos más ilimitados que en otras. Aquí entran a la arena nuestro pasado, la experiencia, la Historia (sí, con mayúscula), las creencias y composición moral, nuestra personalidad, en fin y nuevamente, nuestro proyecto. De este modo, para una persona estar en la Iglesia no es lo mismo que estar en su casa; su percepción de la libertad varía. Determinar qué situaciones limitan más a los otros no es tarea sencilla, pues es cada hombre el que realiza dentro de sí el análisis comparativo de dos o más escenas. Volviendo al ejemplo anterior, un creyente no actúa de la misma manera en su casa que en la Iglesia. En su cotidiano vivir lleva a cabo acciones que podrían realizarse en ambos lugares o exclusivamente en uno de ellos. Ahora bien, su disposición personal, su enfrentamiento a ambas situaciones es distinto, pues su condición de creyente lo somete a las reglas de la Iglesia y, en ese sentido, ir al culto es aceptar un límite. No se trata que en la Iglesia pueda hacer menos cosas que en su casa, simplemente –y no me canso de decirlo- hace otras. Está condicionado a ciertas pautas dictadas por su constitución de devoto. Por tanto, aquella persona vive más la ilimitación en su casa que en el templo. Sin embargo, y como ya se ha hecho mención, su libertad se luce cuenda está más cerca de las limitaciones. En virtud de aquello, nadie se extrañaría si el hombre decidiera ver televisión en vez de leer (siendo ambas opciones comunes en ese hombre), pero sí haría fruncir el ceño verlo quedarse sentado en el banquillo cuando todos comulgan. Podrá alguien reclamar que, a la vez que la condición de creyente limita, la condición de hogareño también debería de hacerlo. Sin perjuicio de ello, la cuestión no reside en tener tal o cual condición, sino en el compromiso que aquella condición me demanda.

Otro ejemplo que permite comprender la mayor o menor apreciación del acto de libertad, es el del prisionero de guerra. Estar apresado en la cárcel es una situación bruscamente más limitante que estar prestando servicio en un hospital de campaña. Sin embargo, la libertad se manifiesta más nítidamente en cualquier acción que se lleve a cabo dentro la celda. Como expresa Sartre, los franceses nunca fueron más libres que durante la ocupación nazi.

Simone también se enfrentó a aquellas situaciones limitantes dadas por su condición de mujer frente a los hombres, de renegada burguesa frente al capitalismo, de intelectual frente a la militancia, de existencialista frente a la libertad, de creadora frente a la literatura, de francesa frente a Argelia, de izquierdista frente a De Gaulle, de vieja frente a sus posibilidades, de atea frente a la moral… Su condición de, su compromiso con, la limitaban a actuar de cierta manera. No obstante esos límites, era ilimitada, pues siempre, sí, siempre fue libre.

Suceden, en el caso de las situaciones, algunas ambigüedades que es justo aclarar. Puede pasar que la misma situación presente limitantes para una persona, pero no para otra. A modo de ejemplo, asistir a una manifestación puede tener –y tiene- distintas significaciones para cada individuo, dependiendo de las características de su compromiso, de su pasado, del contenido que se ha dado en tanto ser humano en el mundo, y de su proyecto. Por ello es que no existen situaciones limitantes absolutas, válidas para todos y todas en todo tiempo y espacio. Indudablemente, a través de la Historia existieron situaciones que involucraron –limitaron- a un gran número de personas (guerras, conflictos políticos, sociales, económicos, etc.), pero no todas respondieron del mismo modo.

Con la situación no perdemos libertad, sino que ganamos límites. Y no los ganamos gratuitamente, sino que necesariamente. Lo ilimitado sólo puede darse dentro de lo limitado. De hecho, pareciera ser que la libertad sólo puede darse cuando hay límites.

A Simone no le molestaban los límites propios de ciertas situaciones; los asumía con responsabilidad al ser productos de sus elecciones. Sin embargo, la muerte y la vejez la aterraban. Y no tanto por ser límites en sí, sino por acabar con sus ilimitaciones. Curiosamente, eran esos mismo límites los que le otorgaban su libertad; lo ilimitado per se no conlleva dicha facultad. La cuestión está en el medio: viviendo únicamente en lo ilimitado no somos libres, viviendo únicamente en lo limitado tampoco somos libres (de hecho estamos muertos). Para ser libres hay que estar en el limbo que une ambos conceptos.

Parece, pues, que dentro del pensamiento de De Beauvoir se ha derrumbado hasta la más minúscula probabilidad de reconocer alguna trascendencia. Pero no. Simone abortó la eternidad del hombre, abortó a Dios, abortó las sacralizaciones. Pero se quedó con lo que, a mi parecer, es lo más maravilloso: las palabras.

“Indudablemente las palabras, universales, eternas, presencia de todos a cada uno, son lo único trascedente que conozco y que me emociona; vibran en mi boca y, mediante ellas me comunico con la humanidad. Quizás mi más profundo deseo hoy es que se repitan en silencio algunas palabras que yo habría ligado entre sí” [5].

Las palabras como lo único ilimitado que traspasa sus límites. El hombre, he expuesto, se mueve en el plano de lo ilimitado y lo limitado, sin que el segundo término imposibilite al primero. Lo limitado no se opone a lo indeterminado que tiene de suyo la acción humana (al ser ésta intrínsecamente libre), sino que le da su carácter pasajero (en el caso de la muerte) o su correspondencia con el compromiso (el caso de las situaciones). Las palabras están definidas y determinadas lingüísticamente, pero aún así son eternas. Al ser creaciones y captaciones humanas, mientras haya hombres habrá palabra que supere sus límites. De Beauvoir apuntará: “La experiencia implica lo infinito, pero se resuelve en una cantidad de palabras que con un poco de paciencia podemos contar; pero esas palabras remiten a un saber que sí en encierra lo infinito” [6]. Las palabras sobrepasan sus límites porque son leídas desde lo indefinido (el hombre). El hombre es presa de los límites porque es leído, precisamente, desde lo limitado.

El hombre vive cierta cantidad de años, pero las palabras vuelan a través de todos los años. A Simone le quedaba, para su salvación, la trascendencia de las palabras. La Literatura le devolvía la ilimitación perdida;

“Todas las páginas, todas las frases exigen una invención fresca, una decisión sin precedentes. La creación es aventura, es juventud y libertad” [7].

Notas al pie

[1] De Beauvoir, Simone. La Fuerza de las Cosas, Debolsillo, 2011, Buenos Aires, pág 86. [2] Ibídem, pág 742. [3] Ibídem, pág 745. [4] Ibídem, pág 743. [5] Ibídem, pág 739. [6] De Beauvoir, Simone. Final de Cuentas, Editorial Sudamericana, 1972, Buenos Aires, pág 12. [7] De Beauvoir, Simone. La Fuerza de las Cosas, Debolsillo, 2011, Buenos Aires, pág 744