Analia Sivak
Analía Sivak Nació en 1976 en Buenos Aires, Argentina. Vivió en Canadá, España y Uruguay. Estudió Ciencias de la Comunicación Social en la Universidad de Buenos Aires. Realizó los talleres literarios de Abelardo Castillo y Elsa Osorio. Actualmente asiste al taller literario de Gonzalo Garcés y Maximiliano Tomas. Cursó el Máster en Creación Literaria de la Escuela Contemporánea de Humanidades en Madrid. Es profesora de creación literaria. Impartió clases de creación en la Escuela Contemporánea de Humanidades de Madrid y actualmente coordina talleres de escritura creativa para adultos y niños. Libros publicados: * El mundo se dio vuelta como una media, Ralenti Libros, 2020. (Literatura infantil) * 40, Editorial Metrópolis, 2019. (Relatos) * Sueños animales, Alfaguara, 2017. (Literatura infantil) * Hijos de la Argentina (donde quiera que estén), Eudeba, 2015. (Relatos y entrevistas) * Entre la lluvia y el agua caliente, Ediciones Roquissar, 2013. (Relatos y fotografías de Rubén Morales) Recibió varios premios por sus relatos. Instagram: analia.sivak
Analía Sivak- https://www.clarin.com/opinion/pretextos-odio-motivos-amor_0_Dadn10oxkE.html
Hay un cuento de Carson McCullers cuyo título nadie recuerda pero que quien lo haya leído nunca olvidará. Googleando chequeo que se llama “Un árbol. Una roca. Una nube”. Lo publica en 1942. En Estados Unidos. En medio de la Segunda Guerra Mundial. Mientras el mundo se desmorona, ella escribe un canto al amor.
McCullers escribió el cuento en Columbus, Ohio, cuando ya estaba muy enferma, cuando todavía no sabía que su vida sería corta y quizás por eso tan intensa. Coincido absolutamente con la ciencia del amor que su texto postula. Antes que nada hay que amar un árbol, una roca, una nube para después salir al mundo y amar todo lo demás.
- ¿Por qué recuerdo este cuento ahora? Porque hay días en que pareciera que el odio está primero, que ha copado al país y que se odia un árbol, una roca, una nube. Y después se sale al mundo a odiar todo lo demás. Pretextos no faltan para el odio. Pero tampoco faltan motivos para el amor.
- Analía Sivak
https://www.clarin.com/opinion/brasil-espacio-pasado_0_vjrSNb8iRX.html
- Escribe Italo Calvino de la ciudad de Zaira: “Podría decirte de cuantos peldaños son sus calles en escalera, de qué tipo los arcos de sus soportales, qué chapas de Zinc cubren los techos; pero sé ya que sería como no decirte nada.”
En la maravilla de libro que es Las ciudades invisibles, uno de los grandes escritores del siglo XX cuenta la historia de un Marco Polo que recorre el mundo y le describe a Kublai Kan, el emperador de los tártaros, las ciudades que ha conocido.
Entre ellas Zaira, y tantas otras. Cada una es un territorio inventado, una descripción que se lee como una invitación especial a la reflexión. Todas las ciudades tienen nombre de mujer, todas están construidas ladrido a ladrillo con la belleza del lenguaje.
Pienso estos días en Brasilia. Podría decir de cuántos pilares se conforma el Palacio de la Alvorada, qué reflejos producen los arcos del Puente Juscelino Kubitschek que tuvo como inspiración el movimiento de una piedra saltando sobre el agua, de qué materiales está hecha la estructura hiperboloide de su Catedral.
Pero retomo a Calvino cuando habla de Zaira: “No está hecha de esto la ciudad, sino de relaciones entre las medidas de su espacio y los acontecimientos de su pasado.” Cada lugar es su presente y sus recuerdos, “la inclinación de una canaleta y el gato que la recorre majestuosamente para colarse por la misma ventana; la línea de tiro de la cañonera que aparece de improviso desde detrás del cabo y la bomba que destruye la canaleta”. Cada ciudad en el libro habla del mundo, pero no de aquel que habitamos sino del mundo que somos cada uno de nosotros. Por eso Zaira podría ser cualquier ciudad, podría ser Brasilia.
Por eso pienso que Brasilia no sólo se describe hoy por los cientos de personas vestidas de verde y amarillo avanzando en masa hacia la plaza de los Tres Poderes, ni por la violencia de los insurrectos que se lanzaron desatados contra los cristales y las obras de arte y los muebles y la democracia. Una descripción de Brasilia debería contener todo su pasado.
Por eso Brasilia es también la dictadura militar que gobernó el país desde 1964, las sombras de los hilos que sostienen cicatrices, los huecos sin consuelo que dejó una oposición política reprimida, el silencio áspero del que tuvo que callar lo que tenía para decir, el agujero en el suelo que perforó el repiqueteo de las lágrimas de quienes sufrieron violaciones a los derechos humanos durante el régimen que perduró 21 años.
Pero es también los esfuerzos de tanta otra gente que trabajó y se desvivió para que en 1985 se restauraran las libertades civiles y comenzara el camino para una nueva constitución y se consolidara finalmente la transición definitiva a la democracia.
Como dice Calvino, “la ciudad no dice su pasado, lo contiene como las líneas de una mano, escrito en los ángulos de las calles, en las rejas de las ventanas, en los pasamanos de las escaleras, en las antenas de los pararrayos, en las astas de las banderas, surcado a su vez cada segmento por raspaduras, muescas, incisiones, cañonazos.” Latinoamérica entera contiene paisajes de infinitos tonos y ecos de una historia que condenó el autoritarismo, países que se esfuerzan cada día para mejorar y sangre de heridas todavía abiertas. Montañas y selvas y mares y tierra que entierra cuerpos que recuerdan que la violencia no conduce a nada más que a la violencia.
Quizás en Brasil las relaciones entre las medidas de su espacio y los acontecimientos de su pasado asistieron como un factor más para detener los avances antidemocráticos. Quizás el pasado en el presente contribuyó a que el intento de golpe de estado quedara finalmente en un lamentable y fracasado intento. Quizás por eso la memoria sea siempre color indispensable del paisaje en la construcción de un continente.
Analía Sivak es periodista y escritora.
- 05.10.2023 Para El Clarín
- Releo asombrada el cuento “Un oscuro día de justicia” de Rodolfo Walsh. La primera sorpresa vuelve a ser la calidad del texto, que no se opaca con el tiempo sino todo lo contrario. Pero mi mayor asombro es sentir que fue escrito ayer, cuando en realidad lo fue en noviembre de 1967.
Mientras Walsh pensaba el texto, su último de ficción, la “Revolución Argentina” gobernaba el país con Juan Carlos Onganía como presidente. La dictadura, que había derrocado a Arturo Illia, fraguaba al país con el ardor de la violencia. Perduraba el eco de los golpes de “La Noche de los Bastones Largos” y las sombras del exilio de intelectuales de las universidades públicas.
“Cuando llegó ese oscuro día de justicia, el pueblo entero despertó sin ser llamado”, comienza el cuento y en esta historia el pueblo son los ciento treinta pupilos de un colegio dirigido por curas irlandeses. El celador Gielty propaga la violencia en un contexto ya teñido por la soledad y lo difícil. Organiza el “Ejercicio”, una pelea sin reglas donde el pequeño Collins, el más débil entre todos los débiles, debe enfrentar al Gato, el mayor del grupo.
Son varias las noches de golpes y sangre, de ojos tristes queriendo aprender lo inaprensible. Collins vuelve, cada vez, a llorar bajo la almohada lágrimas de dolor y de vergüenza. Una tarde lo llevan a la enfermería y en el delirio tiene una idea: escribirle a su tío Malcolm.
Le pide que vaya a rescatarlo, que lo salve de ese loco celador que quiere matarlo. “La Liga”, responsable de contrabandear ginebra, cigarrillos y apuestas de quiniela, teme que la crueldad del celador se extienda hacia sus miembros, y hace llegar la carta, sin censura, al correo. Collins recibe pronto una respuesta: “El domingo iré, trompearé al celador Gielty hasta la muerte”.
Los niños empiezan a prepararse para la llegada del héroe. El tío Malcolm, había dicho Collins, es alto y rubio. Lo retratan así en los primeros dibujos. Luego va creciendo en las pintadas y en la imaginación. También aumentan las expectativas para la pelea. Dicen que el tío Malcolm había sido un héroe en la guerra del Chaco o de España. Dicen que él solo había matado a diez enemigos. Después dicen que eran quince. “Ahora nadie dudaba el resultado del combate, pero todos querían que fuera además una fiesta y en esos enloquecidos preparativos se fue la semana sin que nadie estudiara una línea”.
Llega el domingo. Los ciento treinta niños, el pueblo, se despiertan sin ser llamados. Esperan pero nadie llega. Recuperan la fe cuando Collins cuenta que su tío nunca se levanta temprano. Asisten al almuerzo, al partido de fútbol. Cuando ya nadie cree que pueda suceder, aparece el tío Malcolm.
El celador Gielty avanza hasta cruzarlo en el centro del parque. El pueblo alienta con banderas y caricaturas. El tío Malcolm noquea al celador. El pueblo festeja. Los niños todavía desconocen, todavía no indagan, sus propias capacidades para acabar con sus tormentos. Cuando el tío Malcolm levanta los brazos y celebra el triunfo al clamor de la multitud, recibe un mazazo en el hígado que lo doblega. El último golpe lo lanza tras la cerca.
El final magistral del cuento lo dice: “el pueblo aprendió que estaba solo y que debía pelear por sí mismo y que de su propia entraña sacaría los medios, el silencio, la astucia y la fuerza”. Transcurrieron 56 años. ¿El pueblo aprendió? ¿Seguimos esperando al héroe que venga a salvarnos? Walsh ya lo dijo: la ferocidad del tío Malcolm no bastó para construir justicia.
Analía Sivak es escritora y periodista.